UN ADVERBIO SE LE OCURRE A CUALQUIERA
Juan José Millás
Hemingway cobraba los
artículos por palabras. A tanto el término, lo mismo daba que fueran adjetivos
que sustantivos, preposiciones que adverbios, conjunciones que artículos. No
recuerdo de dónde saqué esa información, hace mil años (cuando ni siquiera
sabía quién era Hemingway), pero me impresionó vivamente. En mi barrio había
una tienda de ultramarinos, una mercería, una droguería, una panadería, una
lechería… Pero no había ninguna tienda de palabras. ¿Por qué, tratándose de un
negocio tan lucrativo, como demostraba el tal Hemingway? Para vender leche o
pan, pensaba yo, era preciso depender de otros proveedores a los que
lógicamente había que pagar, mientras que las palabras estaban al alcance de todos,
en la calle o en el diccionario.
Imaginé entonces que
ponía una tienda de palabras a la que la gente del barrio se acercaba después
de comprar el pan. Sólo que yo las vendía a precios diferentes. Las más caras
eran los sustantivos, porque sustantivo, suponía yo, venía de sustancia. Si la
sustancia de una frase dependía de esta parte de la oración, lo lógico era que
valiera más. Después del sustantivo venía el verbo y, tras el verbo, el
adjetivo. A partir de ahí, los precios estaban tirados. Cuando un cliente, en
mis fantasías, compraba tres sustantivos, le regalaba cuatro o cinco
conjunciones, para fidelizarlo. Mi padre, que era agente comercial, utilizaba
mucho el verbo fidelizar. ¿De dónde, si no, iba a sacar yo esa rareza
gramatical? En mi tienda imaginaria había también un apartado de palabras
inexistentes, para gente caprichosa o loca. Aún recuerdo algunas: copribato,
rebogila, orgáfono, piscoteba, aguhueco, escopeja…
El negocio imaginario
iba bien. Todo el mundo necesitaba mis palabras. Al poco de inaugurar la tienda
tuve que contratar dos empleados porque no daba abasto. Luego compré el piso de
arriba para ampliar el negocio, pues llegó un momento en el que la gente me
pedía también frases. Puse en el sótano un taller con cuatro gramáticos que se
pasaban el día construyendo oraciones. Las había de muchos precios, claro. Las
frases hechas eran las más baratas. Recuerdo, entre las que tuvieron más éxito,
en boca cerrada no entran moscas y no rascar bola, pero a mí me gustaban mucho
también leerle a alguien la cartilla, ser un hueso duro de roer, chupar cámara,
pelillos a la mar, o mi sastre es rico. El precio de las frases aumentaba a
medida que resultaban menos comunes, o más raras. Por alguna razón que no
llegué a entender, había mucha demanda de frases absurdas. Me duelen los
zapatos, por ejemplo, los espejos fabrican harina orgánica, o las cremalleras
son menos sentimentales que los botones. Con el tiempo tuve que crear un
departamento dedicado de manera exclusiva a la construcción de frases absurdas.
La idea de la tienda
de palabras y frases me resultó muy liberadora, pues siempre pensé que ganarse
la vida era condenadamente difícil. El mayor miedo de mi infancia era el de
acabar en una esquina, vendiendo pañuelos de papel. Un día que mi madre, tras
suspirar con expresión de lástima, se preguntó en voz alta qué iba a ser de mí,
le dije que no se preocupara, pues había decidido que iba a poner una tienda de
palabras. Tras meditar unos instantes, me dijo que eso era un disparate y que
debía poner mis energías en cuestiones prácticas. Ahí acabó mi sueño de vender
palabras. Luego, de mayor, comprobé que los anuncios por palabras constituían
un capítulo muy importante en la cuenta de resultados de los periódicos. Pero
no le dije nada a mamá, para que no se sintiera culpable.
De todos modos, acabé
viviendo de las palabras. No tengo una tienda abierta al público, tal como
soñaba entonces, pero me levanto por las mañanas, las ordeno en un papel, las
envío al periódico o a la editorial y me pagan por ellas. A tanto la pieza. Una
pieza es un artículo. El término pieza se utiliza también entre los cazadores
para denominar a los animales abatidos. La semejanza es correcta, pues escribir
un texto se parece mucho a cazarlo. De hecho, con frecuencia se nos escapa. La
otra noche, en la cama, con los ojos cerrados, pasó volando por mi bóveda
craneal un artículo estupendo. Me levanté, cogí un cuaderno que tengo en la
mesilla, apunté con el bolígrafo, pero la pieza había desaparecido. Desde la
utilización masiva de los ordenadores, contamos los artículos por palabras.
Éste que están ustedes leyendo tendrá unas 4.700. Puedo calcular a cuánto me
sale la palabra y decir que cobro en plan Hemingway. Pero me sigue pareciendo
mal que me paguen lo mismo por un sustantivo que por un adverbio. Un adverbio
se le ocurre a cualquiera.
Artículo
publicado en la revista española Interviú, el 4 de mayo del 2009, por el
que Juan José Millás obtuvo el premio Don Quijote de Periodismo 2009.
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