El dios de los Gongs
Gilbert Keith Chesterton
Era una de esas
tardes frías y vacías de invierno, cuando la luz es más plateada que dorada y
más plomiza que plateada. Si ya era triste en cientos de oficinas desoladas y
salones bostezantes, aún lo era más a lo largo de la plana costa de Essex,
donde la monotonía aún parecía más inhumana al ser interrumpida tras largos
intervalos por un farol que ofrecía un aspecto menos civilizado que un árbol, o
por un árbol más feo que un farol. Una pequeña cantidad de nieve se derretía
formando franjas y adquiría, cuando se volvía a congelar por la madrugada, un
aspecto plomizo; no había caído nieve fresca, pero un reguero de nieve sucia
del día anterior corría a lo largo de la costa, paralelo a la pálida espuma del
mar.
El mar parecía
congelado en la intensidad de su azul violeta, como la vena de un dedo helado.
A lo largo de millas y millas de distancia, hacia un lado y a otro, no se veía
un alma humana, excepto a dos paseantes que caminaban juntos y presurosos,
aunque uno tenía piernas mucho más largas y una zancada mucho más amplia.
No parecía un sitio
ni un período muy apropiado para vacaciones, pero el padre Brown tenía pocos
días libres y los tenía que tomar cuando podía, prefiriendo pasarlos, si era
posible, en compañía de su viejo amigo Flambeau, el ex criminal y ex detective.
El sacerdote había tenido la idea de visitar su vieja parroquia en Cobhole, y
viajaba hacia el noroeste por la costa. Después de caminar una o dos millas,
descubrieron que se había terraplenado en la playa, formando algo parecido a un
paseo público; los feos faroles se hicieron menos frecuentes y más
ornamentales, aunque seguían siendo igual de feos. Media milla más adelante, el
padre Brown se quedó asombrado al ver macizos de flores sin flores, cubiertos
con plantas bajas y planas, de colores apagados, que parecían menos un jardín
que un pavimento abigarrado, en el cual, entre senderos débilmente sinuosos, se
habían instalado unos bancos con respaldos curvos. Percibió la atmósfera de un
cierto tipo de pueblo de temporada que no conocía y al mirar de frente hacia el
paseo marítimo, vio algo que despejó todas sus dudas. En la distancia gris, el
gran quiosco de música de un balneario se elevaba como una seta gigante sobre
seis patas. —Supongo —dijo el padre Brown, levantándose el cuello del abrigo y
ajustándose una bufanda de lana— que nos estamos acercando a un lugar de
reposo.
—Me temo —respondió
Flambeau— que se trata de un lugar de reposo en el que apenas hay alguien
tomándose el placer de reposar. Siempre intentan revivir estos sitios en invierno,
pero nunca tienen éxito, excepto con Brighton y otros igual de antiguos. Este
lugar debe de ser Seewood, si no me equivoco, el experimento de Lord Pooley. Se
ha traído a los Sicilian Singers para que canten en navidades y se habla de que
se va a organizar una gran velada de boxeo. Pero será como si la celebrasen en
medio del mar, pues el lugar está más triste que una estación de ferrocarril
abandonada.
Llegaron al quiosco
de música, y el sacerdote lo contempló con una curiosidad extraña, pues lo hacía
con la cabeza ladeada, como si fuera un pájaro. Era una construcción más bien
vulgar para su propósito: una cúpula sostenida por seis delgados pilares de
madera pintada, todo elevado unos cinco pies por encima del paseo sobre una
plataforma redonda como un tambor. Pero había algo fantástico en la combinación
de la nieve con cierto efecto artificial relativo al color dorado, que
despertó, tanto en Flambeau como en su amigo, una asociación inaprensible, algo
al mismo tiempo artístico y exótico.
—Ya lo tengo —dijo
finalmente—. Es japonés, como una de esas pinturas japonesas de moda, en las
que la nieve sobre la montaña parece azúcar y el dorado de las pagodas parece
pan de jengibre. Se parece a un pequeño templo pagano.
—Si —dijo el padre
Brown—, echemos un vistazo al dios.
Y con una agilidad
inesperada se subió a la plataforma.
—Muy bien —dijo
Flambeau riendo.
Un instante después,
su enorme figura también se pudo ver sobre la elevación.
Aunque la diferencia
de altura no era mucha, en ese tipo de paisaje permitía ver una extensión muy
prolongada tanto en tierra como en el mar. Hacia el interior los pequeños
jardines invernales formaban un alargado matorral grisáceo, y más allá no se
veía nada más que las llanuras de East Anglia. En el mar no había velas ni
signos de vida, salvo algunas gaviotas, e incluso ellas parecían copos de nieve
tardíos que parecían flotar más que volar. Flambeau se volvió bruscamente al
oír una exclamación detrás de él. Parecía proceder de un lugar más bajo de lo
esperado y haberse dirigido a sus talones más que a su cabeza. Al instante
levantó la mano pero apenas pudo contener una carcajada ante lo que vio. Por
alguna razón, la plataforma había cedido bajo el padre Brown y el infortunado
hombrecillo había caído al nivel del paseo. Era lo suficientemente alto, o
bajo, según se mire, para que su cabeza sobresaliese por el agujero en la
madera rota con el aspecto de la cabeza de San Juan Bautista en la bandeja. El
rostro presentaba una expresión desconcertada, la misma que probablemente
habría mostrado el de San Juan Bautista.
De repente comenzó a
reírse.
—Esta madera debe de
estar podrida —dijo Flambeau—, aunque parece extraño que me sostenga a mí. Ha
debido de pisar la parte más débil. Le ayudaré a salir.
Pero el pequeño
sacerdote miraba con curiosidad los bordes y esquinas de la madera
supuestamente podrida y una sombra de confusión cruzó por su rostro.
—Venga —exclamó con
impaciencia Flambeau, aun extendiendo su gran mano bronceada—. ¿No quiere
salir?
El sacerdote mantenía
entre sus dedos una astilla de la madera rota y no contestó inmediatamente. Al
final dijo pensativo:
—¿Querer salir?. No,
más bien quiero entrar.
Y desapareció en la
oscuridad bajo el suelo de madera con tal rapidez que su gran sombrero
sacerdotal salió despedido y quedó arriba sin ninguna cabeza clerical en su
interior. Flambeau volvió a mirar hacia tierra y hacia el mar y una vez más no
pudo ver nada salvo un mar invernal como la nieve y nieve tan plana como el
mar.
Detrás de él sonó un
ruido repentino y el pequeño sacerdote salió trepando del agujero con más
rapidez que con la que había caído en él. Su rostro ya no mostraba desconcierto
alguno, sino resolución, y, quizá sólo por los reflejos de la nieve, una
palidez inusual.
—¿Y bien? —Preguntó
su amigo—. ¿Ha logrado encontrar al dios del templo? —No —contestó el padre
Brown—. He encontrado algo que a veces resultaba más importante: el sacrificio.
—¿Qué demonios quiere
decir? —exclamó alarmado Flambeau.
El padre Brown no
contestó. Estaba mirando fijamente, con las cejas fruncidas, el paisaje, y de
repente señaló algo:
—¿Qué es esa casa de
allí? —preguntó.
Flambeau siguió la
dirección señalada por su dedo y vio por primera vez un edificio más cercano
que la granja, pero oculto en su mayor parte por unos árboles. No era un
edificio grande y estaba apartado de la playa, aunque ciertos adornos sugerían
que compartía el mismo esquema decorativo que el quiosco de música, los
pequeños jardines y los bancos de hierro con formas curvas.
El padre Brown saltó
del quiosco de música seguido por su amigo, y cuando avanzaron en la dirección
indicada, los árboles se fueron desplazando hacia la derecha y la izquierda y
vieron un hotel pequeño pero llamativo, como los que abundan en esos lugares de
reposo: hoteles con «salón bar» en vez de con «bar parlour». Casi toda la
fachada era de yeso dorado y de cristal decorado, y entre el paisaje marítimo y
los árboles grises y sombríos, su aspecto le otorgaba algo de espectral en su
melancolía. Los dos sintieron que si en ese tipo de hostal ofrecían algún tipo
de comida o bebida, sería el jamón acartonado y la jarra vacía de las
pantomimas.
En esto, sin embargo,
se equivocaron. Conforme se fueron acercando al lugar, vieron enfrente del
comedor, que estaba aparentemente cerrado, uno de esos bancos de hierro con
respaldos curvos que adornaban los jardines, aunque éste era mucho más largo,
ocupando casi toda la fachada. Presumiblemente lo habían colocado así para que
los visitantes pudiesen contemplar el mar, pero apenas se podía esperar que
alguien lo estuviese haciendo con ese tiempo tan malo.
No obstante, justo
enfrente de uno de los extremos del banco de hierro había una pequeña mesa de
restaurante redonda y sobre ella se podía ver una pequeña botella de Chablis y
un plato con almendras y pasas. Detrás de la mesa y en el banco se sentaba un
joven de cabello oscuro, con la cabeza descubierta y contemplando el mar en un
estado de inmovilidad asombrosa. Aunque a cuatro yardas de distancia les había
parecido un muñeco de cera, cuando llegaron a tres, saltó como impelido por un
resorte y dijo con una cortesía deferente y no carente de dignidad:
—¿Quieren entrar,
caballeros? Ahora mismo no tengo personal, pero yo mismo les puedo servir algo.
—Encantado —dijo Flambeau—. ¿Es usted el propietario?
—Si —dijo el hombre
de cabello oscuro inclinándose ligeramente y perdiendo algo de su inmovilidad—.
Todos mis camareros son italianos, y pensé que podrían ver cómo su compatriota
acaba con el negro, si realmente puede hacerlo. Ya sabrán que el gran combate
entre Malvoli y Nigger Ned se va a celebrar después de todo.
—Me temo que no
podemos poner a prueba su hospitalidad —dijo el padre Brown—, pero seguro que
mi amigo se alegraría si le sirviera una copa de jerez, así se quitará el frío
y brindará por el campeón latino.
Flambeau no
comprendió lo del jerez, pero no presentó ninguna objeción. Se limitó a decir amablemente:
—¡Oh, muchas
gracias!. —Jerez, si, cómo no —dijo el anfitrión, dirigiéndose hacia la puerta
del hotel—. Discúlpenme si les hago esperar unos minutos. Como les dije, no
tengo personal.
Y se fue hacia las
ventanas negras de su oscura y cerrada posada.
—¡Oh!, no se preocupe
—comenzó Flambeau, pero el hombre regresó para afirmar su propósito.
—Tengo las llaves
—dijo—, puedo encontrar el camino en la oscuridad.
—No quise... —comenzó
el padre Brown.
Fue interrumpido por
un grito que vino del interior del hotel deshabitado. Se pronunció un nombre
extranjero e incomprensible por el tono, y el propietario del hotel se dirigió
con más rapidez hacia el lugar de donde provenía el grito que la empleada en
buscar la copa de jerez para Flambeau. Una prueba instantánea demostró que el
propietario se había limitado a decir la pura verdad. Pero ambos, Flambeau y el
padre Brown, han confesado con frecuencia que en ninguna de sus aventuras —por
lo general atroces— se les heló la sangre como con aquella voz de ogro
resonando repentinamente en el silencio de aquella posada vacía.
—¡Mi cocinero! —Gritó
precipitadamente el propietario—. He olvidado a mi cocinero. Está a punto de
salir. Entonces jerez, ¿verdad, señor?
Y, en efecto, en la
puerta apareció un hombre voluminoso con gorro y delantal blancos, como es
propio de los cocineros, pero con el énfasis innecesario de un rostro negro.
Flambeau había oído con frecuencia que los negros suelen ser buenos cocineros,
pero de algún modo algo en el contraste entre el color y el oficio incrementó
su sorpresa de que el propietario del hotel respondiera a la llamada del
cocinero y no el cocinero a la llamada del propietario. Pero recordó que los
cocineros jefes suelen ser proverbialmente arrogantes, y, además, el anfitrión
había regresado con el jerez, y eso era lo más importante.
—Me asombra —dijo el
padre Brown— que haya tan poca gente en la playa si se va a celebrar el
combate. Sólo encontramos a una persona en varias millas.
El propietario del
hotel se encogió de hombros.
—Vienen de la otra
parte del pueblo, de la estación, a tres millas de aquí. Únicamente están
interesados en el deporte y sólo quieren permanecer una noche en los hoteles.
Después de todo, hace muy mal tiempo para tomar el sol en la playa.
—O en un banco —dijo
Flambeau, y señaló la pequeña mesa.
—Tengo que echar un vistazo —dijo el hombre
con un rostro impasible.
Era un tipo tranquilo
de facciones agradables, más bien cetrino; su ropa negra no tenía nada de
llamativa, salvo que el nudo de su corbata negra estaba muy alto y apretado,
como un cepo, y asegurado por un alfiler dorado con una cabeza grotesca.
Tampoco había nada notable en su rostro, salvo por lo que parecía un tic
nervioso: el hábito de abrir un ojo menos que el otro, dando la sensación de
que el otro era más grande o, quizá, artificial.
El silencio fue roto
por el anfitrión, que dijo tranquilamente:
—¿Dónde encontraron a
esa persona?
—Es muy curioso
—respondió el sacerdote—, cerca de aquí, en el quiosco de música. Flambeau, que
se había sentado en el banco de hierro para beberse su jerez, lo dejó sobre la
mesa y miró fijamente a su amigo con sorpresa. Iba a abrir la boca para hablar,
pero la volvió a cerrar.
—Curioso —dijo algo pensativo
el hombre de cabello oscuro—. ¿Qué aspecto tenía? —Estaba oscuro cuando lo vi
—comenzó el padre Brown—, pero era...
Como se ha señalado,
el propietario del hotel había dicho la verdad. Su frase de que el cocinero
estaba a punto de salir se cumplió al pie de la letra, pues el cocinero salió,
con sus guantes, cuando estaban hablando.
Pero se trataba de
una figura muy diferente a la confusa masa negra y blanca que había aparecido
un instante en la entrada. Estaba abotonado y embutido hasta salírsele los ojos
en un traje a la moda más extravagante. En su enorme cabeza llevaba una
chistera negra, un sombrero de ese tipo que la agudeza francesa ha comparado
con ocho espejos. Pero de algún modo el hombre negro se parecía a su sombrero
negro. No sólo porque era del mismo color, sino porque su piel lustrosa
reflejaba la luz en ocho ángulos o más. No es necesario decir que llevaba
botines blancos y franjas blancas en el chaleco. Una flor roja brotaba agresiva
en el ojal de la chaqueta, como si hubiese crecido de repente. Y por el modo en
que llevaba el bastón en una mano y su cigarro en la otra, recordaba —algo que
siempre debemos recordar cuando hablamos de prejuicios raciales: algo inocente
e insolente—, el «cakewalk»1 .
—A veces —dijo
Flambeau, mirando cómo se alejaba— no me extraña que los linchen.
—Nunca me ha
sorprendido ninguna obra del infierno —dijo el padre Brown—. Pero como le
estaba diciendo —añadió mientras el negro se dirigía presuroso al pueblo,
poniéndose ostentosamente los guantes amarillos, como una extraña figura de
«music—hall» contra un escenario gris y helado—, como le estaba diciendo, no
podría describir con minuciosidad al hombre, pero llevaba unas patillas y unos
mostachos poblados y anticuados, oscuros o teñidos, como en esos retratos de
financieros extranjeros; alrededor de su cuello llevaba una bufanda larga y
morada que ondeaba al viento mientras caminaba; estaba fijada a la garganta en
un modo parecido al que emplean las enfermeras con los chupetes de los niños,
con la ayuda de un alfiler, para que no se caigan. Sólo que eso —añadió el
sacerdote, contemplando plácidamente el mar— no era un alfiler.
El hombre sentado en
el largo banco de hierro también contemplaba plácidamente el mar. Ahora estaba
de nuevo en reposo. Flambeau tenía la certeza de que uno de sus ojos era más
grande que el otro. Ahora los tenía muy abiertos y apenas podía imaginarse que
el ojo izquierdo pudiese abrirse más.
—Era un alfiler muy
largo y tenía en el extremo una cabeza de mono o algo similar —continuó el
clérigo— y estaba fijo de un modo extraño, llevaba unos quevedos y un ancho y
negro... El hombre continuaba mirando el mar imperturbable y sus ojos hubiesen
podido pertenecer a dos personas diferentes. En ese instante hizo un movimiento
rápido, como si hubiese quedado deslumbrado.
El padre Brown le
estaba dando la espalda y en ese preciso momento podría haber caído muerto.
Flambeau no llevaba armas, pero sus manos grandes y bronceadas estaban
descansando en el respaldo del banco de hierro. Sus hombros cambiaron la forma
y levantó el enorme banco sobre su cabeza como si fuese el hacha a punto de
caer sostenida por un verdugo. La altura del banco, al mantenerlo vertical, le
daba el aspecto de una escalera de hierro con la que estuviera invitando a la
gente a subir a las estrellas. Pero la larga sombra, en la luz crepuscular,
parecía un gigante blandiendo la Torre Eiffel. Fue la conmoción ante esa
sombra, antes que la conmoción del golpe con el banco, lo que hizo que el
desconocido se amedrentase y huyese. Se internó en el hotel dejando en el
suelo, en el mismo sitio en que había caído, la daga brillante y plana que
había arrojado.
—Tenemos que
largarnos de aquí —exclamó Flambeau, lanzando con total indiferencia el enorme
banco hacia la playa. Cogió al sacerdote por el codo y corrió con él por el
jardín trasero, en cuyo extremo había una puerta. Flambeau se inclinó sobre
ella con un silencio violento y dijo:
—Está cerrada.
Al decir esto, cayó
la rama negra de un abeto, rozando el borde de su sombrero. Le sobresaltó más
que la pequeña y distante detonación que había sonado poco antes. Entonces se
pudo oír otra detonación y la puerta que estaba intentando abrir tembló al
recibir una bala. Una vez más los hombros de Flambeau sufrieron una alteración
repentina. Tres empujones y una patada en la cerradura bastaron, un segundo
después estaba en el sendero posterior llevando consigo la puerta, como Sansón
las puertas de Gaza.
A continuación,
arrojó la puerta del jardín sobre el muro, precisamente en el momento en que
sonaba un tercer tiro levantando el polvo detrás de sus talones. Sin
ceremonias, agarró al sacerdote, lo puso sobre sus hombros y salió corriendo
hacia Seawood todo lo de prisa que pudieron llevarle sus largas piernas. Sólo
dos millas después bajó a su pequeño compañero. No había sido una huida muy
digna, en comparación con el modelo clásico de Anquises, pero el rostro del
padre Brown sólo mostraba una amplia sonrisa.
—Bien —dijo Flambeau,
después de un silencio impaciente, cuando emprendieron una marcha más
convencional por las calles del pueblo, donde ya no temían ninguna otra
afrenta.
—No sé lo que
significa todo esto, pero me puedo imaginar que usted nunca ha visto a ese
hombre que ha descrito con tanta precisión.
—De algún modo si lo
vi, si, realmente lo vi. Aunque estaba demasiado oscuro para verlo bien, pues
fue bajo aquel quiosco de música. Me temo, no obstante, que lo describí
demasiado bien, pues sus quevedos estaban rotos en el suelo y el largo alfiler
dorado no sostenía su bufanda sino que estaba clavado en su corazón.
—Y supongo —dijo el
otro en voz baja— que ese tipo con el ojo de cristal tenía algo que ver con el
asunto.
—Tenía la esperanza
de que sólo hubiese sido un poco —respondió el sacerdote con una voz algo
alterada—, y me he podido equivocar en mi comportamiento. Actué guiado por un
impulso, pero me temo que este asunto tiene raíces profundas y oscuras.
Caminaron en silencio
por algunas calles. Comenzaron a encender los faroles amarillos que iluminaron
la penumbra azulada y fría. Se aproximaban al centro del pueblo. Carteles de
vivos colores en los muros anunciaban el combate entre Nigger Ned y Malvoli.
—Bien —dijo
Flambeau—, nunca he asesinado a nadie, ni siquiera en mis días de delincuente,
pero casi puedo simpatizar con alguien que lo hace en un lugar tan triste. De
todos los cubos de basura olvidados de Dios, me parece que los más
desgarradores son ese tipo de lugares como el quiosco de música, que han sido
hechos para acontecimientos festivos y se han quedado solitarios. Puedo imaginarme
a un hombre morboso sintiendo que debe matar a su rival en un escenario
abandonado como ése. Recuerdo una vez, cuando paseaba por sus queridas colinas
de Surrey, sin pensar en nada salvo en los tojos y en las alondras, que llegué
a un vasto círculo de tierra y sobre mí se elevaba una estructura silenciosa y
amplia, escalonada, tan grande como un anfiteatro romano y tan vacío como la
nada. Un pájaro planeaba por encima de ella. Estaba en el Gran Stand de Epsom,
y sentí que nadie podría volver a ser feliz allí.
—Es extraño que
mencione Epsom —dijo el sacerdote—; ¿recuerda lo que se denominó el misterio de
Sutton, porque dio la casualidad de que dos hombres sospechosos, dos heladeros,
creo, vivían en Sutton? Fueron finalmente liberados. Encontraron a un hombre
estrangulado en los alrededores de aquel lugar. De hecho, según supe —por un
policía irlandés amigo mío—, fue encontrado en el Gran Stand de Epsom,
escondido detrás de una puerta echada abajo.
—Muy extraño —asintió
Flambeau—, pero confirma mi opinión de que esos lugares destinados al placer
aparecen terriblemente solitarios fuera de temporada, o el hombre no habría
sido asesinado allí.
—No creo que lo
fuera... —comenzó el padre Brown, y se detuvo.
—¿No está seguro de
que lo hubiesen asesinado? —quiso averiguar su compañero.
—No estoy seguro de que lo asesinasen fuera de
temporada —respondió el pequeño sacerdote con simplicidad—. ¿No cree que hay
algo artificial en toda esa soledad, Flambeau? ¿Está seguro de que un asesino
inteligente siempre desea que el lugar del crimen esté solitario? Es muy, muy
extraño que un hombre esté completamente solo. Y, además, cuanto más solo esté,
más fácil es que lo vean. No, creo que tiene que haber otra..., pero mire,
estamos en el Pabellón del Palace o como quiera que lo llamen.
Habían entrado en una
pequeña plaza, brillantemente iluminada, en la cual, el edificio principal
había sido adornado con carteles dorados y llamativos, flanqueados por dos
gigantescas fotografías de Malvoli y Nigger Ned.
—¡Hola! —Exclamó con
gran sorpresa Flambeau, mientras su clerical amigo subía los altos escalones—.
No sabía que era un aficionado al boxeo. ¿Va a ver el combate?
—No creo que se vaya a celebrar ningún combate
—respondió el padre Brown. Pasaron rápidamente por una antesala y por otras
habitaciones, pasaron por el «hall» en que se iba a celebrar el combate,
atestado de sillas, y el sacerdote ni siquiera miró alrededor ni se detuvo,
sólo cuando llegó hasta un empleado sentado ante una mesa delante de una puerta
con el cartel «comité», se paró y preguntó por Lord Pooley.
El empleado le dijo
que su señor estaba muy ocupado, pues el combate se iba a celebrar en breve,
pero el padre Brown tenía el don de la reiteración paciente, para la cual,
generalmente, no está preparada la mente de un empleado. En unos instantes el
asombrado Flambeau se encontró en la presencia de un hombre que no paraba de
impartir instrucciones a otro hombre que se disponía a salir de la habitación.
—Tenga cuidado, ya
sabe, con las cuerdas después del cuarto... Bien, y ¿qué desea usted? Lord
Pooley era un caballero y, como la mayoría de los pocos que quedan de esa
estirpe, estaba preocupado, sobre todo por el dinero. Su pelo era en parte gris
en parte rubio pajizo, y tenía ojos febriles, así como una nariz aguileña que
parecía congelada.
—Sólo unas palabras —dijo el padre Brown—; he
venido a evitar que un hombre sea asesinado. Lord Pooley se levantó de un salto
de la silla, como si le hubiesen espoleado.
—¡Maldita sea, ya no
soporto esto! —exclamó—. ¡Usted y sus reuniones, sus sermones y peticiones! ¿No
había curas antaño, cuando combatían sin guantes? Ahora lo hacen con los
guantes de reglamento y no hay ninguna posibilidad de que alguno de los
boxeadores se muera. —No me refería a los boxeadores —dijo el pequeño
sacerdote.
—Bien, bien, bien
—dijo el noble con un toque de humor negro—. ¿A quién van a matar, al árbitro?
—No sé a quién van a
matar —replicó el padre Brown con una mirada reflexiva—; si lo supiera no
habría venido a molestarle. Podría dejarle escapar. Nunca he visto nada malo en
los combates de boxeo, pero como está el asunto, le debo pedir que anuncie la
suspensión temporal del combate.
—¿Algo más? —se mofó
el caballero con ojos febriles—. ¿Y qué les digo a las dos mil personas que han
venido a presenciarlo?
—Les diría que serían
mil novecientas noventa y nueve después del combate —dijo el padre Brown. Lord
Pooley miró a Flambeau.
—¿Está loco su amigo?
—preguntó.
—Nada más lejos de la
realidad —fue la respuesta.
—Mire aquí —dijo
Pooley con su actitud intranquila—, es peor que eso. Un buen número de
italianos ha venido a apoyar a Malvoli; unos tipos oscuros y salvajes. Usted
sabe cómo son esas razas mediterráneas. Si digo que no se va a celebrar el
combate, en unos segundos irrumpirá aquí Malvoli a la cabeza de un clan
siciliano.
—Señor, es un asunto de vida o muerte —dijo el
sacerdote—. Llame, envíe el mensaje y veamos si es Malvoli quien responde.
El promotor hizo
sonar el timbre que tenía sobre la mesa con un extraño aire de curiosidad. Un
empleado apareció instantáneamente en la puerta.
—Tengo que hacer un
serio anuncio a la audiencia en pocos minutos. Mientras, sea tan amable de decirles
a los campeones que el combate se tiene que aplazar.
El empleado le miró
fijamente, como si estuviera ante un demonio, y se desvaneció.
—¿Qué autoridad posee usted para eso que dice?
—Preguntó abruptamente Lord Pooley—. ¿Con quién ha consultado?
—Consulté un quiosco
de música —dijo el padre Brown rascándose la cabeza—. Pero no, estoy
equivocado, también consulté un libro. Lo compré en una librería de Londres y
muy barato. Sacó del bolsillo un pequeño pero grueso volumen, encuadernado en
piel, y Flambeau, mirando por encima del hombro, pudo ver que era un libro
sobre viajes y que tenía una hoja doblada como referencia.
—La única forma en la
cual el vudú... —comenzó a leer el padre Brown en voz alta.
—¿El qué? —inquirió el promotor de elevada
alcurnia.
—El vudú —repitió el
lector, casi con fruición— está ampliamente difundido fuera de Jamaica, se le
conoce también como Mono o el dios de los Gongs, que es muy poderoso en las dos
Américas, especialmente entre los mestizos, muchos de los cuales tienen una
apariencia muy parecida a la de los blancos. Difiere de la mayoría de las otras
formas de culto al diablo y de sacrificios humanos en el hecho de que no se
derrama sangre sobre el altar, sino que se comete una suerte de asesinato entre
la multitud. Los gongs suenan con una intensidad ensordecedora mientras se
abren las puertas del altar, el dios mono se revela, y casi toda la
congregación fija sus ojos extáticos en él. Pero después... La puerta de la
habitación se abrió de golpe y el negro a la última moda apareció en la entrada
con sus glóbulos oculares girando y su sombrero de seda cubriendo
insolentemente su cabeza.
—¡Eh! —exclamó,
enseñando sus dientes simiescos—. ¿Qué es esto? ¡Eh!. ¡Eh!. Le está robando el
premio a un caballero de color, eh, el premio ya es suyo, eh, con esa basura
italiana, eh, eh...
—Sólo hemos retrasado
el asunto —dijo tranquilamente el noble—; estaré con usted en un par de minutos
para explicárselo.
—¿Quién eres tú...?
—comenzó a gritar Nigger Ned, poseído de un extraño frenesí.
—Me llamo Pooley —respondió el otro con
estimable frialdad—, soy el que organiza el combate y le advierto desde ahora
que abandone la habitación.
—¿Quién es este tipo?
—demandó el campeón negro apuntando desdeñosamente hacia el sacerdote.
—Me llamo Brown —fue
la respuesta—, y yo le advierto desde ahora que abandone el país. El boxeador
profesional permaneció unos instantes mirándole con ira y, a continuación, para
la sorpresa de Flambeau y los otros, dio un portazo y se fue.
—Bien —preguntó el
padre Brown frotándose el cabello—, ¿qué piensan de Leonardo da Vinci? Una
hermosa cabeza italiana.
—Mire —dijo Lord
Pooley—, he asumido mucha responsabilidad creyendo en su palabra. Creo que me
debe contar algo más acerca del asunto.
—Tiene razón, mi Lord
—respondió el padre Brown—, y no me llevará mucho tiempo contárselo. Puso el
pequeño libro de piel en el bolsillo de su abrigo.
—Creo que esto nos lo
puede decir, pero mírelo usted para comprobar si tengo razón. El negro que
acaba de salir de esta habitación es uno de los hombres más peligrosos de esta
tierra, pues tiene el cerebro de un europeo con los instintos de un caníbal. Ha
convertido lo que era una limpia carnicería entre sus bárbaros compañeros en
una sociedad secreta moderna y científica de asesinos. Él no sabe que yo lo sé,
ni que puedo probarlo.
Hubo un silencio, y
el hombrecillo continuó hablando.
—Pero si yo quiero asesinar
a alguien, ¿sería el mejor plan asegurarme de que estoy a solas con él? Los
ojos de Lord Pooley recobraron su frío parpadeo al mirar al pequeño sacerdote.
Se limitó a decir:
—Si quiere matar a
alguien, le aviso...
El padre Brown
sacudió la cabeza, como si fuera un asesino de más experiencia.
—Eso es lo que dijo
Flambeau —contestó con un suspiro—, Pero considere, cuanto más desea un hombre
estar solo, menos seguro puede estar de que efectivamente lo está. Deberá haber
espacios vacíos a su alrededor, y ellos son precisamente los que le hacen
obvio. ¿No ha visto nunca a un labrador en las colinas o a un pastor en un
valle? ¿No ha caminado nunca a lo largo de un acantilado y no ha visto a
alguien andando por la playa? ¿No sabría si ha matado a un cangrejo y no lo
habría sabido también si hubiese matado a su acreedor? No, no, no, para un
asesino inteligente, como lo seríamos usted o yo, es imposible asegurarse de
que alguien no nos está observando.
—Pero ¿qué otro plan
puede haber?
—Sólo hay uno para asegurarse
de que nadie está mirando. Un hombre es estrangulado en Epsom —dijo el
sacerdote—. Cualquiera podría haberlo visto si el lugar hubiese estado vacío,
cualquier vagabundo en las colinas o un motorista por la carretera, pero nadie
podría haberlo visto si estaba lleno de gente y todo el público estuviese
rugiendo, sobre todo cuando aparece el favorito o el que no lo es. En un
instante se podría estrangular a alguien con una cuerda detrás de una puerta,
siempre y cuando fuese en ese instante. Es lo mismo que ocurrió —continuó
dirigiéndose ahora a Flambeau— con ese pobre tipo bajo el quiosco de música.
Fue arrojado por el agujero (no era un agujero accidental) precisamente en el
momento más dramático del concierto, cuando el arco de algún gran violinista
arrancaba los sonidos más cautivadores o la voz de un gran cantante llegaba a
su clímax. Y aquí, desde luego, cuando llegase el «knock—out» en el «ring». Ése
es el truco que Nigger Ned ha adoptado de su viejo dios de los Gongs.
—A propósito,
Malvoli... —comenzó Pooley.
—Malvoli —dijo el
sacerdote— no tiene nada que ver con todo esto. Diría que tiene a algunos
italianos con él, pero nuestros afables amigos no son italianos, son mulatos y
africanos de distintos matices, pero me temo que a nosotros, los ingleses,
todos los extranjeros nos parecen iguales siempre que sean oscuros y sucios.
Asique —añadió con una sonrisa—, me parece que el inglés renuncia a realizar
una fina distinción entre el carácter moral producido por mi religión y el que
surge del vudú.
La primavera llegó sobre Seawood, llenando sus
playas de familias y artilugios para bañarse, de predicadores nómadas y
cantantes negros, antes de que los dos amigos lo volvieran a ver, y mucho antes
de que se hubiese interrumpido la persecución de la extraña sociedad secreta.
Casi se puede decir que el secreto de su propósito murió con sus miembros. El
hombre del hotel fue encontrado muerto, flotando en el mar como un alga marina,
su ojo derecho se había cerrado en paz, pero su ojo izquierdo permanecía abierto
y brillaba como el cristal a la luz de la luna. Nigger Ned había recorrido unas
millas y había matado a tres policías con su puño izquierdo. El agente
superviviente quedó asombrado y afligido y el negro logró huir. Pero esto fue
suficiente para que todos los periódicos ingleses siguiesen el caso con enorme
interés, y por un mes el principal propósito del Imperio Británico consistió en
impedir que el negro saltarín escapase por algún puerto inglés. Personas que
presentaron un parecido remoto fueron sometidas a intensos interrogatorios y
procedimientos, como el de lavarles la cara antes de subir a bordo de un barco
por si acaso llevaban una máscara o habían imitado el rostro de un blanco. Todo
negro en Inglaterra fue sometido a unas regulaciones especiales y tuvo que
informar sobre sus condiciones de vida; los barcos que salieron se habrían
atrevido menos a llevar a un negro que a un basilisco, pues la gente se había
dado cuenta de lo temible, silenciosa y numerosa que era esa sociedad salvaje,
y en el día de abril en que Flambeau y el padre Brown estaban apoyados en la
balaustrada del paseo, el Hombre Negro significaba en Inglaterra lo mismo que
el Hombre del Saco.
—Aún debe de estar en
Inglaterra —observó Flambeau—, y muy bien escondido además. Le habrían
encontrado en cualquier puerto aunque se hubiese blanqueado la cara.
—Ya ve, es un tipo
listo —dijo apologéticamente el padre Brown—, y estoy seguro de que no se le
ocurrirá blanquearse la cara.
—Entonces, ¿qué
podría hacer?
—Creo que la
oscurecerá —dijo el padre Brown. Flambeau, apoyado e inmóvil en la balaustrada,
sonrió y dijo:
—¡Pero, querido
amigo!. El padre Brown, apoyado del mismo modo, movió un dedo en la dirección
de los cantantes con el rostro tiznado de negro que actuaban en la playa.
Nota:
1. Baile de origen
negro (N. del T.)
No hay comentarios:
Publicar un comentario