martes, 16 de junio de 2020

EL DIOS DE LOS GONGS, Gilbert Keith Chesterton


El dios de los Gongs
Gilbert Keith Chesterton


Era una de esas tardes frías y vacías de invierno, cuando la luz es más plateada que dorada y más plomiza que plateada. Si ya era triste en cientos de oficinas desoladas y salones bostezantes, aún lo era más a lo largo de la plana costa de Essex, donde la monotonía aún parecía más inhumana al ser interrumpida tras largos intervalos por un farol que ofrecía un aspecto menos civilizado que un árbol, o por un árbol más feo que un farol. Una pequeña cantidad de nieve se derretía formando franjas y adquiría, cuando se volvía a congelar por la madrugada, un aspecto plomizo; no había caído nieve fresca, pero un reguero de nieve sucia del día anterior corría a lo largo de la costa, paralelo a la pálida espuma del mar.

El mar parecía congelado en la intensidad de su azul violeta, como la vena de un dedo helado. A lo largo de millas y millas de distancia, hacia un lado y a otro, no se veía un alma humana, excepto a dos paseantes que caminaban juntos y presurosos, aunque uno tenía piernas mucho más largas y una zancada mucho más amplia.

No parecía un sitio ni un período muy apropiado para vacaciones, pero el padre Brown tenía pocos días libres y los tenía que tomar cuando podía, prefiriendo pasarlos, si era posible, en compañía de su viejo amigo Flambeau, el ex criminal y ex detective. El sacerdote había tenido la idea de visitar su vieja parroquia en Cobhole, y viajaba hacia el noroeste por la costa. Después de caminar una o dos millas, descubrieron que se había terraplenado en la playa, formando algo parecido a un paseo público; los feos faroles se hicieron menos frecuentes y más ornamentales, aunque seguían siendo igual de feos. Media milla más adelante, el padre Brown se quedó asombrado al ver macizos de flores sin flores, cubiertos con plantas bajas y planas, de colores apagados, que parecían menos un jardín que un pavimento abigarrado, en el cual, entre senderos débilmente sinuosos, se habían instalado unos bancos con respaldos curvos. Percibió la atmósfera de un cierto tipo de pueblo de temporada que no conocía y al mirar de frente hacia el paseo marítimo, vio algo que despejó todas sus dudas. En la distancia gris, el gran quiosco de música de un balneario se elevaba como una seta gigante sobre seis patas. —Supongo —dijo el padre Brown, levantándose el cuello del abrigo y ajustándose una bufanda de lana— que nos estamos acercando a un lugar de reposo.

—Me temo —respondió Flambeau— que se trata de un lugar de reposo en el que apenas hay alguien tomándose el placer de reposar. Siempre intentan revivir estos sitios en invierno, pero nunca tienen éxito, excepto con Brighton y otros igual de antiguos. Este lugar debe de ser Seewood, si no me equivoco, el experimento de Lord Pooley. Se ha traído a los Sicilian Singers para que canten en navidades y se habla de que se va a organizar una gran velada de boxeo. Pero será como si la celebrasen en medio del mar, pues el lugar está más triste que una estación de ferrocarril abandonada.

Llegaron al quiosco de música, y el sacerdote lo contempló con una curiosidad extraña, pues lo hacía con la cabeza ladeada, como si fuera un pájaro. Era una construcción más bien vulgar para su propósito: una cúpula sostenida por seis delgados pilares de madera pintada, todo elevado unos cinco pies por encima del paseo sobre una plataforma redonda como un tambor. Pero había algo fantástico en la combinación de la nieve con cierto efecto artificial relativo al color dorado, que despertó, tanto en Flambeau como en su amigo, una asociación inaprensible, algo al mismo tiempo artístico y exótico.

—Ya lo tengo —dijo finalmente—. Es japonés, como una de esas pinturas japonesas de moda, en las que la nieve sobre la montaña parece azúcar y el dorado de las pagodas parece pan de jengibre. Se parece a un pequeño templo pagano.

—Si —dijo el padre Brown—, echemos un vistazo al dios.

Y con una agilidad inesperada se subió a la plataforma.

—Muy bien —dijo Flambeau riendo.

Un instante después, su enorme figura también se pudo ver sobre la elevación.
Aunque la diferencia de altura no era mucha, en ese tipo de paisaje permitía ver una extensión muy prolongada tanto en tierra como en el mar. Hacia el interior los pequeños jardines invernales formaban un alargado matorral grisáceo, y más allá no se veía nada más que las llanuras de East Anglia. En el mar no había velas ni signos de vida, salvo algunas gaviotas, e incluso ellas parecían copos de nieve tardíos que parecían flotar más que volar. Flambeau se volvió bruscamente al oír una exclamación detrás de él. Parecía proceder de un lugar más bajo de lo esperado y haberse dirigido a sus talones más que a su cabeza. Al instante levantó la mano pero apenas pudo contener una carcajada ante lo que vio. Por alguna razón, la plataforma había cedido bajo el padre Brown y el infortunado hombrecillo había caído al nivel del paseo. Era lo suficientemente alto, o bajo, según se mire, para que su cabeza sobresaliese por el agujero en la madera rota con el aspecto de la cabeza de San Juan Bautista en la bandeja. El rostro presentaba una expresión desconcertada, la misma que probablemente habría mostrado el de San Juan Bautista.

De repente comenzó a reírse.

—Esta madera debe de estar podrida —dijo Flambeau—, aunque parece extraño que me sostenga a mí. Ha debido de pisar la parte más débil. Le ayudaré a salir.

Pero el pequeño sacerdote miraba con curiosidad los bordes y esquinas de la madera supuestamente podrida y una sombra de confusión cruzó por su rostro.

—Venga —exclamó con impaciencia Flambeau, aun extendiendo su gran mano bronceada—. ¿No quiere salir?

El sacerdote mantenía entre sus dedos una astilla de la madera rota y no contestó inmediatamente. Al final dijo pensativo:

—¿Querer salir?. No, más bien quiero entrar.

Y desapareció en la oscuridad bajo el suelo de madera con tal rapidez que su gran sombrero sacerdotal salió despedido y quedó arriba sin ninguna cabeza clerical en su interior. Flambeau volvió a mirar hacia tierra y hacia el mar y una vez más no pudo ver nada salvo un mar invernal como la nieve y nieve tan plana como el mar.

Detrás de él sonó un ruido repentino y el pequeño sacerdote salió trepando del agujero con más rapidez que con la que había caído en él. Su rostro ya no mostraba desconcierto alguno, sino resolución, y, quizá sólo por los reflejos de la nieve, una palidez inusual.
—¿Y bien? —Preguntó su amigo—. ¿Ha logrado encontrar al dios del templo? —No —contestó el padre Brown—. He encontrado algo que a veces resultaba más importante: el sacrificio.

—¿Qué demonios quiere decir? —exclamó alarmado Flambeau.

El padre Brown no contestó. Estaba mirando fijamente, con las cejas fruncidas, el paisaje, y de repente señaló algo:

—¿Qué es esa casa de allí? —preguntó.

Flambeau siguió la dirección señalada por su dedo y vio por primera vez un edificio más cercano que la granja, pero oculto en su mayor parte por unos árboles. No era un edificio grande y estaba apartado de la playa, aunque ciertos adornos sugerían que compartía el mismo esquema decorativo que el quiosco de música, los pequeños jardines y los bancos de hierro con formas curvas.

El padre Brown saltó del quiosco de música seguido por su amigo, y cuando avanzaron en la dirección indicada, los árboles se fueron desplazando hacia la derecha y la izquierda y vieron un hotel pequeño pero llamativo, como los que abundan en esos lugares de reposo: hoteles con «salón bar» en vez de con «bar parlour». Casi toda la fachada era de yeso dorado y de cristal decorado, y entre el paisaje marítimo y los árboles grises y sombríos, su aspecto le otorgaba algo de espectral en su melancolía. Los dos sintieron que si en ese tipo de hostal ofrecían algún tipo de comida o bebida, sería el jamón acartonado y la jarra vacía de las pantomimas.

En esto, sin embargo, se equivocaron. Conforme se fueron acercando al lugar, vieron enfrente del comedor, que estaba aparentemente cerrado, uno de esos bancos de hierro con respaldos curvos que adornaban los jardines, aunque éste era mucho más largo, ocupando casi toda la fachada. Presumiblemente lo habían colocado así para que los visitantes pudiesen contemplar el mar, pero apenas se podía esperar que alguien lo estuviese haciendo con ese tiempo tan malo.

No obstante, justo enfrente de uno de los extremos del banco de hierro había una pequeña mesa de restaurante redonda y sobre ella se podía ver una pequeña botella de Chablis y un plato con almendras y pasas. Detrás de la mesa y en el banco se sentaba un joven de cabello oscuro, con la cabeza descubierta y contemplando el mar en un estado de inmovilidad asombrosa. Aunque a cuatro yardas de distancia les había parecido un muñeco de cera, cuando llegaron a tres, saltó como impelido por un resorte y dijo con una cortesía deferente y no carente de dignidad:

—¿Quieren entrar, caballeros? Ahora mismo no tengo personal, pero yo mismo les puedo servir algo. —Encantado —dijo Flambeau—. ¿Es usted el propietario?

—Si —dijo el hombre de cabello oscuro inclinándose ligeramente y perdiendo algo de su inmovilidad—. Todos mis camareros son italianos, y pensé que podrían ver cómo su compatriota acaba con el negro, si realmente puede hacerlo. Ya sabrán que el gran combate entre Malvoli y Nigger Ned se va a celebrar después de todo.

—Me temo que no podemos poner a prueba su hospitalidad —dijo el padre Brown—, pero seguro que mi amigo se alegraría si le sirviera una copa de jerez, así se quitará el frío y brindará por el campeón latino.

Flambeau no comprendió lo del jerez, pero no presentó ninguna objeción. Se limitó a decir amablemente:

—¡Oh, muchas gracias!. —Jerez, si, cómo no —dijo el anfitrión, dirigiéndose hacia la puerta del hotel—. Discúlpenme si les hago esperar unos minutos. Como les dije, no tengo personal.

Y se fue hacia las ventanas negras de su oscura y cerrada posada.

—¡Oh!, no se preocupe —comenzó Flambeau, pero el hombre regresó para afirmar su propósito.

—Tengo las llaves —dijo—, puedo encontrar el camino en la oscuridad.

—No quise... —comenzó el padre Brown.

Fue interrumpido por un grito que vino del interior del hotel deshabitado. Se pronunció un nombre extranjero e incomprensible por el tono, y el propietario del hotel se dirigió con más rapidez hacia el lugar de donde provenía el grito que la empleada en buscar la copa de jerez para Flambeau. Una prueba instantánea demostró que el propietario se había limitado a decir la pura verdad. Pero ambos, Flambeau y el padre Brown, han confesado con frecuencia que en ninguna de sus aventuras —por lo general atroces— se les heló la sangre como con aquella voz de ogro resonando repentinamente en el silencio de aquella posada vacía.

—¡Mi cocinero! —Gritó precipitadamente el propietario—. He olvidado a mi cocinero. Está a punto de salir. Entonces jerez, ¿verdad, señor?

Y, en efecto, en la puerta apareció un hombre voluminoso con gorro y delantal blancos, como es propio de los cocineros, pero con el énfasis innecesario de un rostro negro. Flambeau había oído con frecuencia que los negros suelen ser buenos cocineros, pero de algún modo algo en el contraste entre el color y el oficio incrementó su sorpresa de que el propietario del hotel respondiera a la llamada del cocinero y no el cocinero a la llamada del propietario. Pero recordó que los cocineros jefes suelen ser proverbialmente arrogantes, y, además, el anfitrión había regresado con el jerez, y eso era lo más importante.

—Me asombra —dijo el padre Brown— que haya tan poca gente en la playa si se va a celebrar el combate. Sólo encontramos a una persona en varias millas.

El propietario del hotel se encogió de hombros.

—Vienen de la otra parte del pueblo, de la estación, a tres millas de aquí. Únicamente están interesados en el deporte y sólo quieren permanecer una noche en los hoteles. Después de todo, hace muy mal tiempo para tomar el sol en la playa.

—O en un banco —dijo Flambeau, y señaló la pequeña mesa.

 —Tengo que echar un vistazo —dijo el hombre con un rostro impasible.

Era un tipo tranquilo de facciones agradables, más bien cetrino; su ropa negra no tenía nada de llamativa, salvo que el nudo de su corbata negra estaba muy alto y apretado, como un cepo, y asegurado por un alfiler dorado con una cabeza grotesca. Tampoco había nada notable en su rostro, salvo por lo que parecía un tic nervioso: el hábito de abrir un ojo menos que el otro, dando la sensación de que el otro era más grande o, quizá, artificial.
El silencio fue roto por el anfitrión, que dijo tranquilamente:

—¿Dónde encontraron a esa persona?

—Es muy curioso —respondió el sacerdote—, cerca de aquí, en el quiosco de música. Flambeau, que se había sentado en el banco de hierro para beberse su jerez, lo dejó sobre la mesa y miró fijamente a su amigo con sorpresa. Iba a abrir la boca para hablar, pero la volvió a cerrar.

—Curioso —dijo algo pensativo el hombre de cabello oscuro—. ¿Qué aspecto tenía? —Estaba oscuro cuando lo vi —comenzó el padre Brown—, pero era...

Como se ha señalado, el propietario del hotel había dicho la verdad. Su frase de que el cocinero estaba a punto de salir se cumplió al pie de la letra, pues el cocinero salió, con sus guantes, cuando estaban hablando.

Pero se trataba de una figura muy diferente a la confusa masa negra y blanca que había aparecido un instante en la entrada. Estaba abotonado y embutido hasta salírsele los ojos en un traje a la moda más extravagante. En su enorme cabeza llevaba una chistera negra, un sombrero de ese tipo que la agudeza francesa ha comparado con ocho espejos. Pero de algún modo el hombre negro se parecía a su sombrero negro. No sólo porque era del mismo color, sino porque su piel lustrosa reflejaba la luz en ocho ángulos o más. No es necesario decir que llevaba botines blancos y franjas blancas en el chaleco. Una flor roja brotaba agresiva en el ojal de la chaqueta, como si hubiese crecido de repente. Y por el modo en que llevaba el bastón en una mano y su cigarro en la otra, recordaba —algo que siempre debemos recordar cuando hablamos de prejuicios raciales: algo inocente e insolente—, el «cakewalk»1 .

—A veces —dijo Flambeau, mirando cómo se alejaba— no me extraña que los linchen.

—Nunca me ha sorprendido ninguna obra del infierno —dijo el padre Brown—. Pero como le estaba diciendo —añadió mientras el negro se dirigía presuroso al pueblo, poniéndose ostentosamente los guantes amarillos, como una extraña figura de «music—hall» contra un escenario gris y helado—, como le estaba diciendo, no podría describir con minuciosidad al hombre, pero llevaba unas patillas y unos mostachos poblados y anticuados, oscuros o teñidos, como en esos retratos de financieros extranjeros; alrededor de su cuello llevaba una bufanda larga y morada que ondeaba al viento mientras caminaba; estaba fijada a la garganta en un modo parecido al que emplean las enfermeras con los chupetes de los niños, con la ayuda de un alfiler, para que no se caigan. Sólo que eso —añadió el sacerdote, contemplando plácidamente el mar— no era un alfiler.

El hombre sentado en el largo banco de hierro también contemplaba plácidamente el mar. Ahora estaba de nuevo en reposo. Flambeau tenía la certeza de que uno de sus ojos era más grande que el otro. Ahora los tenía muy abiertos y apenas podía imaginarse que el ojo izquierdo pudiese abrirse más.

—Era un alfiler muy largo y tenía en el extremo una cabeza de mono o algo similar —continuó el clérigo— y estaba fijo de un modo extraño, llevaba unos quevedos y un ancho y negro... El hombre continuaba mirando el mar imperturbable y sus ojos hubiesen podido pertenecer a dos personas diferentes. En ese instante hizo un movimiento rápido, como si hubiese quedado deslumbrado.

El padre Brown le estaba dando la espalda y en ese preciso momento podría haber caído muerto. Flambeau no llevaba armas, pero sus manos grandes y bronceadas estaban descansando en el respaldo del banco de hierro. Sus hombros cambiaron la forma y levantó el enorme banco sobre su cabeza como si fuese el hacha a punto de caer sostenida por un verdugo. La altura del banco, al mantenerlo vertical, le daba el aspecto de una escalera de hierro con la que estuviera invitando a la gente a subir a las estrellas. Pero la larga sombra, en la luz crepuscular, parecía un gigante blandiendo la Torre Eiffel. Fue la conmoción ante esa sombra, antes que la conmoción del golpe con el banco, lo que hizo que el desconocido se amedrentase y huyese. Se internó en el hotel dejando en el suelo, en el mismo sitio en que había caído, la daga brillante y plana que había arrojado.

—Tenemos que largarnos de aquí —exclamó Flambeau, lanzando con total indiferencia el enorme banco hacia la playa. Cogió al sacerdote por el codo y corrió con él por el jardín trasero, en cuyo extremo había una puerta. Flambeau se inclinó sobre ella con un silencio violento y dijo:

—Está cerrada.

Al decir esto, cayó la rama negra de un abeto, rozando el borde de su sombrero. Le sobresaltó más que la pequeña y distante detonación que había sonado poco antes. Entonces se pudo oír otra detonación y la puerta que estaba intentando abrir tembló al recibir una bala. Una vez más los hombros de Flambeau sufrieron una alteración repentina. Tres empujones y una patada en la cerradura bastaron, un segundo después estaba en el sendero posterior llevando consigo la puerta, como Sansón las puertas de Gaza.

A continuación, arrojó la puerta del jardín sobre el muro, precisamente en el momento en que sonaba un tercer tiro levantando el polvo detrás de sus talones. Sin ceremonias, agarró al sacerdote, lo puso sobre sus hombros y salió corriendo hacia Seawood todo lo de prisa que pudieron llevarle sus largas piernas. Sólo dos millas después bajó a su pequeño compañero. No había sido una huida muy digna, en comparación con el modelo clásico de Anquises, pero el rostro del padre Brown sólo mostraba una amplia sonrisa.

—Bien —dijo Flambeau, después de un silencio impaciente, cuando emprendieron una marcha más convencional por las calles del pueblo, donde ya no temían ninguna otra afrenta.

—No sé lo que significa todo esto, pero me puedo imaginar que usted nunca ha visto a ese hombre que ha descrito con tanta precisión.

—De algún modo si lo vi, si, realmente lo vi. Aunque estaba demasiado oscuro para verlo bien, pues fue bajo aquel quiosco de música. Me temo, no obstante, que lo describí demasiado bien, pues sus quevedos estaban rotos en el suelo y el largo alfiler dorado no sostenía su bufanda sino que estaba clavado en su corazón.

—Y supongo —dijo el otro en voz baja— que ese tipo con el ojo de cristal tenía algo que ver con el asunto.

—Tenía la esperanza de que sólo hubiese sido un poco —respondió el sacerdote con una voz algo alterada—, y me he podido equivocar en mi comportamiento. Actué guiado por un impulso, pero me temo que este asunto tiene raíces profundas y oscuras.

Caminaron en silencio por algunas calles. Comenzaron a encender los faroles amarillos que iluminaron la penumbra azulada y fría. Se aproximaban al centro del pueblo. Carteles de vivos colores en los muros anunciaban el combate entre Nigger Ned y Malvoli.

—Bien —dijo Flambeau—, nunca he asesinado a nadie, ni siquiera en mis días de delincuente, pero casi puedo simpatizar con alguien que lo hace en un lugar tan triste. De todos los cubos de basura olvidados de Dios, me parece que los más desgarradores son ese tipo de lugares como el quiosco de música, que han sido hechos para acontecimientos festivos y se han quedado solitarios. Puedo imaginarme a un hombre morboso sintiendo que debe matar a su rival en un escenario abandonado como ése. Recuerdo una vez, cuando paseaba por sus queridas colinas de Surrey, sin pensar en nada salvo en los tojos y en las alondras, que llegué a un vasto círculo de tierra y sobre mí se elevaba una estructura silenciosa y amplia, escalonada, tan grande como un anfiteatro romano y tan vacío como la nada. Un pájaro planeaba por encima de ella. Estaba en el Gran Stand de Epsom, y sentí que nadie podría volver a ser feliz allí.

—Es extraño que mencione Epsom —dijo el sacerdote—; ¿recuerda lo que se denominó el misterio de Sutton, porque dio la casualidad de que dos hombres sospechosos, dos heladeros, creo, vivían en Sutton? Fueron finalmente liberados. Encontraron a un hombre estrangulado en los alrededores de aquel lugar. De hecho, según supe —por un policía irlandés amigo mío—, fue encontrado en el Gran Stand de Epsom, escondido detrás de una puerta echada abajo.

—Muy extraño —asintió Flambeau—, pero confirma mi opinión de que esos lugares destinados al placer aparecen terriblemente solitarios fuera de temporada, o el hombre no habría sido asesinado allí.

—No creo que lo fuera... —comenzó el padre Brown, y se detuvo.

—¿No está seguro de que lo hubiesen asesinado? —quiso averiguar su compañero.

 —No estoy seguro de que lo asesinasen fuera de temporada —respondió el pequeño sacerdote con simplicidad—. ¿No cree que hay algo artificial en toda esa soledad, Flambeau? ¿Está seguro de que un asesino inteligente siempre desea que el lugar del crimen esté solitario? Es muy, muy extraño que un hombre esté completamente solo. Y, además, cuanto más solo esté, más fácil es que lo vean. No, creo que tiene que haber otra..., pero mire, estamos en el Pabellón del Palace o como quiera que lo llamen.

Habían entrado en una pequeña plaza, brillantemente iluminada, en la cual, el edificio principal había sido adornado con carteles dorados y llamativos, flanqueados por dos gigantescas fotografías de Malvoli y Nigger Ned.

—¡Hola! —Exclamó con gran sorpresa Flambeau, mientras su clerical amigo subía los altos escalones—. No sabía que era un aficionado al boxeo. ¿Va a ver el combate?

 —No creo que se vaya a celebrar ningún combate —respondió el padre Brown. Pasaron rápidamente por una antesala y por otras habitaciones, pasaron por el «hall» en que se iba a celebrar el combate, atestado de sillas, y el sacerdote ni siquiera miró alrededor ni se detuvo, sólo cuando llegó hasta un empleado sentado ante una mesa delante de una puerta con el cartel «comité», se paró y preguntó por Lord Pooley.

El empleado le dijo que su señor estaba muy ocupado, pues el combate se iba a celebrar en breve, pero el padre Brown tenía el don de la reiteración paciente, para la cual, generalmente, no está preparada la mente de un empleado. En unos instantes el asombrado Flambeau se encontró en la presencia de un hombre que no paraba de impartir instrucciones a otro hombre que se disponía a salir de la habitación.

—Tenga cuidado, ya sabe, con las cuerdas después del cuarto... Bien, y ¿qué desea usted? Lord Pooley era un caballero y, como la mayoría de los pocos que quedan de esa estirpe, estaba preocupado, sobre todo por el dinero. Su pelo era en parte gris en parte rubio pajizo, y tenía ojos febriles, así como una nariz aguileña que parecía congelada.

 —Sólo unas palabras —dijo el padre Brown—; he venido a evitar que un hombre sea asesinado. Lord Pooley se levantó de un salto de la silla, como si le hubiesen espoleado.

—¡Maldita sea, ya no soporto esto! —exclamó—. ¡Usted y sus reuniones, sus sermones y peticiones! ¿No había curas antaño, cuando combatían sin guantes? Ahora lo hacen con los guantes de reglamento y no hay ninguna posibilidad de que alguno de los boxeadores se muera. —No me refería a los boxeadores —dijo el pequeño sacerdote.

—Bien, bien, bien —dijo el noble con un toque de humor negro—. ¿A quién van a matar, al árbitro?

—No sé a quién van a matar —replicó el padre Brown con una mirada reflexiva—; si lo supiera no habría venido a molestarle. Podría dejarle escapar. Nunca he visto nada malo en los combates de boxeo, pero como está el asunto, le debo pedir que anuncie la suspensión temporal del combate.

—¿Algo más? —se mofó el caballero con ojos febriles—. ¿Y qué les digo a las dos mil personas que han venido a presenciarlo?

—Les diría que serían mil novecientas noventa y nueve después del combate —dijo el padre Brown. Lord Pooley miró a Flambeau.

—¿Está loco su amigo? —preguntó.

—Nada más lejos de la realidad —fue la respuesta.

—Mire aquí —dijo Pooley con su actitud intranquila—, es peor que eso. Un buen número de italianos ha venido a apoyar a Malvoli; unos tipos oscuros y salvajes. Usted sabe cómo son esas razas mediterráneas. Si digo que no se va a celebrar el combate, en unos segundos irrumpirá aquí Malvoli a la cabeza de un clan siciliano.

 —Señor, es un asunto de vida o muerte —dijo el sacerdote—. Llame, envíe el mensaje y veamos si es Malvoli quien responde.

El promotor hizo sonar el timbre que tenía sobre la mesa con un extraño aire de curiosidad. Un empleado apareció instantáneamente en la puerta.

—Tengo que hacer un serio anuncio a la audiencia en pocos minutos. Mientras, sea tan amable de decirles a los campeones que el combate se tiene que aplazar.

El empleado le miró fijamente, como si estuviera ante un demonio, y se desvaneció.

 —¿Qué autoridad posee usted para eso que dice? —Preguntó abruptamente Lord Pooley—. ¿Con quién ha consultado?

—Consulté un quiosco de música —dijo el padre Brown rascándose la cabeza—. Pero no, estoy equivocado, también consulté un libro. Lo compré en una librería de Londres y muy barato. Sacó del bolsillo un pequeño pero grueso volumen, encuadernado en piel, y Flambeau, mirando por encima del hombro, pudo ver que era un libro sobre viajes y que tenía una hoja doblada como referencia.

—La única forma en la cual el vudú... —comenzó a leer el padre Brown en voz alta.

 —¿El qué? —inquirió el promotor de elevada alcurnia.

—El vudú —repitió el lector, casi con fruición— está ampliamente difundido fuera de Jamaica, se le conoce también como Mono o el dios de los Gongs, que es muy poderoso en las dos Américas, especialmente entre los mestizos, muchos de los cuales tienen una apariencia muy parecida a la de los blancos. Difiere de la mayoría de las otras formas de culto al diablo y de sacrificios humanos en el hecho de que no se derrama sangre sobre el altar, sino que se comete una suerte de asesinato entre la multitud. Los gongs suenan con una intensidad ensordecedora mientras se abren las puertas del altar, el dios mono se revela, y casi toda la congregación fija sus ojos extáticos en él. Pero después... La puerta de la habitación se abrió de golpe y el negro a la última moda apareció en la entrada con sus glóbulos oculares girando y su sombrero de seda cubriendo insolentemente su cabeza.

—¡Eh! —exclamó, enseñando sus dientes simiescos—. ¿Qué es esto? ¡Eh!. ¡Eh!. Le está robando el premio a un caballero de color, eh, el premio ya es suyo, eh, con esa basura italiana, eh, eh...

—Sólo hemos retrasado el asunto —dijo tranquilamente el noble—; estaré con usted en un par de minutos para explicárselo.

—¿Quién eres tú...? —comenzó a gritar Nigger Ned, poseído de un extraño frenesí.

 —Me llamo Pooley —respondió el otro con estimable frialdad—, soy el que organiza el combate y le advierto desde ahora que abandone la habitación.

—¿Quién es este tipo? —demandó el campeón negro apuntando desdeñosamente hacia el sacerdote.

—Me llamo Brown —fue la respuesta—, y yo le advierto desde ahora que abandone el país. El boxeador profesional permaneció unos instantes mirándole con ira y, a continuación, para la sorpresa de Flambeau y los otros, dio un portazo y se fue.

—Bien —preguntó el padre Brown frotándose el cabello—, ¿qué piensan de Leonardo da Vinci? Una hermosa cabeza italiana.

—Mire —dijo Lord Pooley—, he asumido mucha responsabilidad creyendo en su palabra. Creo que me debe contar algo más acerca del asunto.

—Tiene razón, mi Lord —respondió el padre Brown—, y no me llevará mucho tiempo contárselo. Puso el pequeño libro de piel en el bolsillo de su abrigo.

—Creo que esto nos lo puede decir, pero mírelo usted para comprobar si tengo razón. El negro que acaba de salir de esta habitación es uno de los hombres más peligrosos de esta tierra, pues tiene el cerebro de un europeo con los instintos de un caníbal. Ha convertido lo que era una limpia carnicería entre sus bárbaros compañeros en una sociedad secreta moderna y científica de asesinos. Él no sabe que yo lo sé, ni que puedo probarlo.

Hubo un silencio, y el hombrecillo continuó hablando.

—Pero si yo quiero asesinar a alguien, ¿sería el mejor plan asegurarme de que estoy a solas con él? Los ojos de Lord Pooley recobraron su frío parpadeo al mirar al pequeño sacerdote. Se limitó a decir:

—Si quiere matar a alguien, le aviso...

El padre Brown sacudió la cabeza, como si fuera un asesino de más experiencia.

—Eso es lo que dijo Flambeau —contestó con un suspiro—, Pero considere, cuanto más desea un hombre estar solo, menos seguro puede estar de que efectivamente lo está. Deberá haber espacios vacíos a su alrededor, y ellos son precisamente los que le hacen obvio. ¿No ha visto nunca a un labrador en las colinas o a un pastor en un valle? ¿No ha caminado nunca a lo largo de un acantilado y no ha visto a alguien andando por la playa? ¿No sabría si ha matado a un cangrejo y no lo habría sabido también si hubiese matado a su acreedor? No, no, no, para un asesino inteligente, como lo seríamos usted o yo, es imposible asegurarse de que alguien no nos está observando.

—Pero ¿qué otro plan puede haber?

—Sólo hay uno para asegurarse de que nadie está mirando. Un hombre es estrangulado en Epsom —dijo el sacerdote—. Cualquiera podría haberlo visto si el lugar hubiese estado vacío, cualquier vagabundo en las colinas o un motorista por la carretera, pero nadie podría haberlo visto si estaba lleno de gente y todo el público estuviese rugiendo, sobre todo cuando aparece el favorito o el que no lo es. En un instante se podría estrangular a alguien con una cuerda detrás de una puerta, siempre y cuando fuese en ese instante. Es lo mismo que ocurrió —continuó dirigiéndose ahora a Flambeau— con ese pobre tipo bajo el quiosco de música. Fue arrojado por el agujero (no era un agujero accidental) precisamente en el momento más dramático del concierto, cuando el arco de algún gran violinista arrancaba los sonidos más cautivadores o la voz de un gran cantante llegaba a su clímax. Y aquí, desde luego, cuando llegase el «knock—out» en el «ring». Ése es el truco que Nigger Ned ha adoptado de su viejo dios de los Gongs.

—A propósito, Malvoli... —comenzó Pooley.

—Malvoli —dijo el sacerdote— no tiene nada que ver con todo esto. Diría que tiene a algunos italianos con él, pero nuestros afables amigos no son italianos, son mulatos y africanos de distintos matices, pero me temo que a nosotros, los ingleses, todos los extranjeros nos parecen iguales siempre que sean oscuros y sucios. Asique —añadió con una sonrisa—, me parece que el inglés renuncia a realizar una fina distinción entre el carácter moral producido por mi religión y el que surge del vudú.

 La primavera llegó sobre Seawood, llenando sus playas de familias y artilugios para bañarse, de predicadores nómadas y cantantes negros, antes de que los dos amigos lo volvieran a ver, y mucho antes de que se hubiese interrumpido la persecución de la extraña sociedad secreta. Casi se puede decir que el secreto de su propósito murió con sus miembros. El hombre del hotel fue encontrado muerto, flotando en el mar como un alga marina, su ojo derecho se había cerrado en paz, pero su ojo izquierdo permanecía abierto y brillaba como el cristal a la luz de la luna. Nigger Ned había recorrido unas millas y había matado a tres policías con su puño izquierdo. El agente superviviente quedó asombrado y afligido y el negro logró huir. Pero esto fue suficiente para que todos los periódicos ingleses siguiesen el caso con enorme interés, y por un mes el principal propósito del Imperio Británico consistió en impedir que el negro saltarín escapase por algún puerto inglés. Personas que presentaron un parecido remoto fueron sometidas a intensos interrogatorios y procedimientos, como el de lavarles la cara antes de subir a bordo de un barco por si acaso llevaban una máscara o habían imitado el rostro de un blanco. Todo negro en Inglaterra fue sometido a unas regulaciones especiales y tuvo que informar sobre sus condiciones de vida; los barcos que salieron se habrían atrevido menos a llevar a un negro que a un basilisco, pues la gente se había dado cuenta de lo temible, silenciosa y numerosa que era esa sociedad salvaje, y en el día de abril en que Flambeau y el padre Brown estaban apoyados en la balaustrada del paseo, el Hombre Negro significaba en Inglaterra lo mismo que el Hombre del Saco.

—Aún debe de estar en Inglaterra —observó Flambeau—, y muy bien escondido además. Le habrían encontrado en cualquier puerto aunque se hubiese blanqueado la cara.

—Ya ve, es un tipo listo —dijo apologéticamente el padre Brown—, y estoy seguro de que no se le ocurrirá blanquearse la cara.

—Entonces, ¿qué podría hacer?

—Creo que la oscurecerá —dijo el padre Brown. Flambeau, apoyado e inmóvil en la balaustrada, sonrió y dijo:

—¡Pero, querido amigo!. El padre Brown, apoyado del mismo modo, movió un dedo en la dirección de los cantantes con el rostro tiznado de negro que actuaban en la playa.

Nota:
1. Baile de origen negro (N. del T.)

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