De
vocación, novelista
Haruki Murakami
¿Son los escritores seres generosos?
Si dijera que me
dispongo a hablar sobre novelas podría dar la impresión, ya desde el principio,
de que abordo un tema demasiado amplio, por lo que será mejor que empiece por
los escritores. Se trata de algo mucho más concreto, fácil de entender a la
primera, y creo, por tanto, que el tema de fondo fluirá con relativa
naturalidad.
Desde una perspectiva puramente personal, y con total franqueza, me
parece que la mayoría de los escritores —no todos, obviamente— no destacan por
ser personas con un punto de vista imparcial sobre las cosas y por tener un carácter
apacible. Quizá no convenga decirlo en voz muy alta, pero pocos poseen algo
realmente digno de admiración, y, de hecho, muchos tienen hábitos o
comportamientos ciertamente extraños. La mayoría de los escritores (calculo que
alrededor del noventa y dos por ciento), y me incluyo a mí mismo, pensamos: «Lo
que yo hago o escribo es lo correcto. Salvo unas pocas excepciones, los demás
se equivocan, ya sea en mayor o menor medida». Vivimos condicionados por ese
pensamiento por mucho que no nos atrevamos a decirlo en voz alta. Aunque nos
expresemos con cierta modestia, dudo que a mucha gente le gustara tener como
amigo o como vecino a alguien así.
De vez en cuando
llegan a mis oídos historias de amistad entre escritores. Entonces no puedo
evitar pensar que solo se trata de cuentos chinos. Tal vez ocurra durante un
tiempo, pero no creo que una amistad verdadera entre personas así pueda durar
mucho tiempo.
En esencia, los
escritores somos seres egoístas, generalmente orgullosos y competitivos. Una
fuerte rivalidad nos espolea día y noche. Si se reúne un grupo de escritores,
seguro que se dan más casos de antipatía que de lo contrario. He vivido varias
experiencias en ese sentido.
Hay un ejemplo muy
conocido. En el año 1922 coincidieron en París en una cena Marcel Proust y
James Joyce. A pesar de estar sentados muy cerca el uno del otro, no se
dirigieron la palabra durante toda la velada. A su alrededor los demás los
observaban conteniendo la respiración, sin dejar de preguntarse de qué podrían
hablar aquellos dos gigantes de las letras del siglo XX. La velada tocó a su
fin sin que ninguno de los dos se dignase dirigir la palabra al otro. Imagino
que fue el orgullo lo que frustró una simple charla, y eso es algo muy frecuente.
Si, por el contrario,
hablo de la exclusividad en el campo profesional —dicho más claro, sobre la
conciencia del territorio que ocupa cada uno—, creo que no hay nadie tan
generoso y con un corazón más grande que los escritores de ficción. Siempre me
ha parecido que es una de las pocas virtudes que tenemos en común.
Trataré de concretar
para que se entienda bien lo que quiero decir. Pongamos por caso que un
escritor al que se le da bien cantar se aventura en el mundo de la música. Quizá
no tenga talento para la canción pero sí para la pintura, y a partir de cierto
momento empiece a exponer su obra. Sin duda, se enfrentará a todo tipo de críticas,
reticencias y burlas. El comentario más frecuente será: «Es un diletante. Debería
dedicarse a lo suyo». También: «Un pobre amateur sin talento ni técnica».
Los pintores o cantantes profesionales se limitarán a tratarle con frialdad.
Incluso le pondrán alguna que otra zancadilla en cuanto surja la ocasión. Dudo
mucho que tenga una buena acogida, y, en todo caso, sería por un tiempo y en un
espacio limitados.
Durante los treinta años
que llevo escribiendo novelas también me he dedicado con mucho ahínco a traducir
novelas angloamericanas. Al principio (tal vez siga siendo así) me exponía a críticas
muy severas. «La traducción no es
algo sencillo», decían, «no es para un amateur». También: «Es una auténtica
contrariedad que un escritor se dedique a traducir».
Cuando publiqué Underground,
me llovió todo tipo de críticas despiadadas por parte de los escritores que se
dedican a la no ficción: «Desconoce los fundamentos básicos de la no ficción»,
decían algunos. «Ha escrito un dramón propio de un sentimental de tres al cuarto».
También: «Un simple pasatiempo».
Mi idea era escribir
una obra de no ficción sin seguir el dictado de determinados fundamentos o
reglas, sino como yo entendía que debía ser. El resultado fue que pisé la cola
de los tigres que vigilaban el territorio sagrado de la no ficción. Al
principio estaba muy desconcertado. No sospechaba la existencia de ese
ambiente, y tampoco había caído en la
cuenta de que hubiera determinadas reglas para la no ficción y que tuvieran que
respetarse con tanto celo.
Cuando uno se
aventura fuera de su territorio, de su especialidad, quienes se dedican
profesionalmente a ello no ponen buena cara. De hecho, intentan cerrar todas
las puertas y accesos como los leucocitos de la sangre cuando se afanan por
eliminar cuerpos extraños. Si, a pesar de todo, uno insiste, poco a poco
empezarán a perder terreno hasta permitirle tácitamente ocupar determinado
lugar. A pesar de todo, las críticas de bienvenida serán implacables. Cuanto más
estrecho y específico sea el campo en el que uno se aventura, el orgullo y el
sentimiento de exclusividad serán mayores, lo mismo que las reticencias a las
que deberá enfrentarse el recién llegado.
En el caso contrario,
cuando es un cantante, un pintor o incluso un traductor o un autor de no ficción
quien se la juega en el territorio de la novela, ¿acaso el gremio de escritores
torcerá el gesto ante la intromisión? En mi opinión, no. No son pocos los casos
en los que las novelas escritas por ese tipo de personas han recibido una buena
acogida. Nunca he oído que un escritor se enfadara por el hecho de que un amateur
haya escrito una novela, y encima sin su venia. Que yo sepa, no suele
suceder que un escritor critique a alguien que haga eso, que se burle de él o
se dedique a ponerle la zancadilla. Más bien al contrario. Me parece que a los
escritores profesionales esos recién llegados nos despiertan una curiosidad
sincera, ganas de charlar con ellos sobre literatura, incluso de darles ánimos
movidos por esa especie de extrañeza que nos provoca alguien llegado de fuera
de nuestra especialidad.
Habrá quien hable mal
de la obra en cuestión a espaldas de su autor, pero eso es algo habitual entre
los escritores y no tiene que ver con el intrusismo suscitado por un extraño.
Los escritores tenemos muchos defectos, pero al parecer somos generosos y
tolerantes con quienes vienen de fuera.
Me pregunto por qué y
creo que la respuesta es clara. Una novela pasatiempo, aunque este calificativo
resulte un tanto hosco, puede escribirla casi cualquiera que se lo proponga.
Para ser pianista o bailarín, por el contrario, se necesita pasar por un duro
proceso de formación desde muy niño. Para ser pintor, otro tanto: una técnica
de base, conocimientos, comprar materiales para pintar. Si uno quiere convertirse
en alpinista, necesitará coraje, técnica y moldear con el tiempo un físico
determinado.
Si se trata de
escribir una novela, en cambio, se puede lograr sin entrenamiento específico.
Basta con saber redactar correctamente (y en el caso de los japoneses opino que
la mayoría son perfectamente capaces), un bolígrafo, un cuaderno y cierta
imaginación para inventar una historia. Con eso se puede crear, bien o mal, una
novela. No hace falta estudiar en ninguna universidad concreta, ni se precisan
unos conocimientos específicos para ello.
Una persona con un
poco de talento escribirá una buena obra al primer intento. Me da cierto reparo
hablar de mi caso concreto, pero yo nunca hice ningún tipo de trabajo previo
para escribir novelas. Estudié en la Facultad de Filosofía y Letras, en el Departamento
de Artes Escénicas, pero por las circunstancias de la época apenas hinqué los
codos y básicamente me dediqué a vagabundear por allí con mi pelo largo, la
barba sin afeitar y un aspecto general más bien desaliñado. No tenía especial
interés en ser escritor, no escribía nada a modo de entrenamiento y, sin
embargo, un buen día me dio por escribir mi primera novela (o algo parecido), a
la que titulé Escucha la canción del viento. Con ella gané un premio
para autores noveles concedido por una revista literaria. Después, sin saber
muy bien cómo, me convertí en escritor profesional. Muchas veces me pregunté si
de verdad aquello era tan sencillo, porque lo cierto es que todo me resultaba
demasiado fácil.
Si lo cuento así, tal
vez haya quien se moleste por considerar que me tomo la literatura demasiado a
la ligera, pero solo hablo de hechos, no de literatura. La novela, como género,
es una forma de expresión muy amplia. En función de cada cual y de su modo de
pensar, esa amplitud intrínseca se puede convertir en una de las razones fundamentales
de donde nace su potencia, su vigor y, al mismo tiempo, su simplicidad. Desde
mi punto de vista, el hecho de que cualquiera pueda escribir una novela no
constituye una infamia para el género, sino más bien una alabanza.
El género de la
novela es, digámoslo en estos términos, una lucha libre abierta a cualquiera
que quiera participar. Entre las cuerdas que definen el cuadrilátero hay
suficiente espacio para todo el mundo y, además, es muy fácil acceder a él. Es
un ring considerablemente amplio. El árbitro no es demasiado estricto y nadie
se dedica a vigilar quién puede participar. Los luchadores en activo —en el
caso que nos ocupa, los escritores— están resignados desde el principio y no se
preocupan en exceso por quién puede entrar o no. Convengamos que es un lugar de
fácil acceso, y que siempre está bien ventilado. En una palabra: un lugar
bastante indeterminado.
Sin embargo, a pesar
de que resulta fácil subir al ring, no lo es tanto permanecer en él durante
mucho tiempo. Eso es algo que los escritores saben bien. Escribir una o dos
novelas buenas no es tan difícil, pero escribir novelas durante mucho tiempo,
vivir de ello, sobrevivir como escritor, es extremadamente difícil. Me atrevo a
decir que casi resulta imposible para una persona normal. No sé cómo explicarlo
de forma precisa, pero para lograrlo hace falta algo especial.
Obviamente se
requiere talento, brío y la fortuna de tu lado, como en muchas otras facetas de
la vida, pero por encima de todo se necesita determinada predisposición. Esa
predisposición se tiene o no se tiene. Hay quienes nacen con ella y otros la
adquieren a base de esfuerzo.
Respecto a la
predisposición, todavía no se sabe gran cosa de por qué existe, y tampoco se
habla mucho de ello al no tratarse de algo que se pueda visualizar o
verbalizar. Sea como fuere, la experiencia nos enseña a los escritores lo duro
que es seguir siendo escritor.
Me parece que esa es
la razón de que seamos generosos y tolerantes con los recién llegados, con
quienes se atreven a saltar la cuerda del ring para lanzarse al terreno de la
escritura. La actitud de la mayoría suele ser: «¡Vamos, ven si eso es lo que
quieres!». Pero hay otros que, por el contrario, no prestan demasiada atención
a los recién llegados. Si estos terminan por besar la lona al poco de llegar o
se marchan por su propio pie (en la mayoría de los casos suele ser una de estas
dos razones), lo sentimos de verdad por ellos y les deseamos lo mejor, pero
cuando alguien se esfuerza por mantenerse en el cuadrilátero, suscita un
respeto inmediato, tan imparcial como justo (o al menos eso es lo que me gustaría
que sucediera).
Tal vez tenga que ver
con el hecho de que en el mundo literario no se da lo de «borrón y cuenta nueva»,
es decir, que aunque aparezca un nuevo escritor, nunca (o casi nunca) sucede
que uno ya establecido pierda el trabajo por su culpa y tenga que volver a
empezar de cero. Al menos no ocurre de una manera clara. Algo completamente
distinto a lo que sucede en el mundo del deporte profesional. En el mundo literario
casi nunca se da el caso de que la irrupción de un novato suponga el fin de un
nombre consagrado, o de que alguien en camino de consagrarse acabe malogrado.
Tampoco ocurre que una novela que vende cien mil ejemplares le reste potencial
de ventas a otra semejante. De hecho, un autor novel que vende muchos
ejemplares suele revitalizar el mundo literario, dinamizar su actividad y la industria
editorial en su conjunto termina por beneficiarse.
Si tomamos en
consideración un periodo de tiempo extenso, parece darse una especie de selección
natural. Por muy amplio que sea el ring, puede que exista un número idóneo de
luchadores. Al menos eso me parece al observar a mí alrededor. En mi caso
particular, me dedico profesionalmente a escribir novelas desde hace ya más de
treinta y cinco años. O sea, llevo más de tres décadas en el ring del mundo
literario y, sirviéndome de una vieja expresión japonesa, puedo decir que vivo
gracias al pincel de caligrafía. Desde una perspectiva estrecha, puedo considerarlo
un logro. En todo este tiempo he visto a muchas personas estrenarse como escritores.
Gran parte de ellas recibieron en su momento elogios y críticas positivas, una
acogida considerable: loas de los críticos, premios literarios, la atención del
público y buenas ventas. Tenían por delante un futuro prometedor. Es decir,
cuando saltaron al ring lo hicieron con el foco de la atención pública centrado
en ellos, acompañado de música de fanfarria.
Si, por el contrario,
me pregunto cuántos de los que se estrenaron hace veinte o treinta años siguen
dedicándose a esto, compruebo que no son demasiados. Más bien muy pocos. La
mayoría de los escritores noveles desaparecieron en algún momento sin que se
sepa exactamente cuándo ni cómo ocurrió. Tal vez —diría que casi todos— se
cansaron de escribir novelas, les superó el esfuerzo que supone hacerlo y
terminaron por dedicarse a otra cosa. En la actualidad, una gran cantidad de
sus obras —por mucho que llamaran la atención en determinado momento— son muy
difíciles de encontrar en una librería cualquiera. El número de escritores no
tiene límite, pero sí el espacio en las librerías.
En mi opinión,
escribir novelas no es un trabajo adecuado para personas extremadamente
inteligentes. Es obvio que exige un nivel determinado de conocimiento, de
cultura y también, cómo no, de inteligencia para poder llevarlo a cabo. En mi
caso particular creo llegar a ese mínimo exigible. Bueno, quizás. Si soy
sincero, suponiendo que alguien me preguntase abiertamente si de verdad estoy seguro
de haberlo alcanzado, no sabría qué decir.
Sea como fuere,
siempre he pensado que alguien extremadamente inteligente o alguien con un
conocimiento por encima de la media no es apto para escribir novelas, porque
hacerlo —ya sea un relato o cualquier otro tipo de narración— es un trabajo
lento, de marchas cortas, por así decirlo. Para explicarlo mejor, y sirviéndome
de un ejemplo concreto, diría que la velocidad es solo un poco superior a la de
caminar e inferior a la de ir en bicicleta. Hay personas que son capaces de adaptar bien ese ritmo al
funcionamiento natural de su mente, pero hay otras que no.
La mayoría de las
veces los escritores expresan algo que está en su mente o en su conciencia en
forma de narración. La diferencia entre lo
que existe en su interior y ese algo nuevo que emerge supone un desajuste
del que se servirá el escritor como si fuera una especie de palanca. Es una
operación laboriosa, compleja, poco directa.
Si quien escribe es
alguien con un mensaje claro y bien definido en su mente, no tendrá necesidad
de transformarlo en una narración. Es mucho más rápido y eficaz verbalizar esa
idea de manera directa. De ese modo resulta mucho más fácil de entender para el
público en general. Una idea o un mensaje que puede llegar a tardar medio año hasta tomar la forma de una novela,
expresado de un modo directo tal vez
puede completarse en tres días. Incluso la persona adecuada, con un micrófono
en mano, puede improvisar un mensaje claro en menos de diez minutos. Alguien
con la suficiente inteligencia sería perfectamente capaz de hacerlo y su
audiencia le entendería enseguida.
A eso me refiero
cuando hablo de alguien inteligente.
En el caso de una
persona con extensos conocimientos, no necesitará servirse de un «recipiente»
extraño como las narraciones, que por naturaleza suelen ser algo enmarañado.
Tampoco le hará falta imaginar determinadas circunstancias partiendo de cero.
Al verbalizar sus conocimientos mediante combinaciones lógicas y argumentos, quienes
le escuchen entenderán admirados, a la primera, lo que dice. La razón de que
muchos críticos literarios sean incapaces de entender una determinada novela o
una narración —o, en el caso de hacerlo, de que sean incapaces de verbalizar de
una manera lógica y comprensible lo que han entendido— es precisamente esa. En
general son más inteligentes y agudos que los propios escritores y a menudo son
incapaces de sincronizar el movimiento de su inteligencia con el de un vehículo
que se desplaza poco a poco, como sucede con las narraciones. La mayoría de las
veces se ven obligados a adaptar el ritmo de la narración al suyo para explicar
después con una lógica propia ese texto «traducido». Hay ocasiones en que ese
trabajo es adecuado y otras en que no. A veces funciona y a veces no. En el
caso de textos con un ritmo lento, que además encierran múltiples significados,
interpretaciones y sentidos profundos, ese trabajo de traducción se torna aún más
difícil, y lo que resulta de ese proceso estará inevitablemente deformado.
Sea como fuere, he
visto con mis propios ojos cómo personas inteligentes —la mayoría de ellos con
otras profesiones— han escrito dos o tres novelas y después han emigrado a
alguna otra parte. En general crearon obras brillantes, bien escritas. Algunas
hasta ocultaban sorpresas acertadas e irradiaban frescura. No obstante, y a
pesar de algunas excepciones, casi nadie se ha quedado demasiado tiempo en el ring
de los escritores. Tengo la impresión, incluso, de que solo vinieron de visita
con la intención de marcharse pronto.
Alguien con talento
tal vez pueda escribir una novela con cierta facilidad, pero no creo que le
resulte muy ventajoso hacerlo. Imagino
que después de escribir una o dos se dicen a sí mismos: «¡Ah, ya veo! ¿Eso
es todo?». Luego se marchan a otro lugar con la idea de que allí encontrarán un
rendimiento mayor.
Comprendo ese
sentimiento. Escribir novelas es ciertamente un trabajo con un rendimiento muy
escaso. Consiste en una constante repetición de un «por ejemplo». Tomemos por
caso un tema que un escritor determinado transforma en una frase. Empezará
diciendo: «Eso significa tal cosa…». No obstante, si en la paráfrasis que ha construido
hay algo que no está claro o resulta enmarañado, de nuevo se verá obligado a
explicarse con un: «Por ejemplo, eso quiere decir tal cosa…». El proceso de
explicarse mediante ejemplos no tiene fin, supone una cadena infinita de paráfrasis,
como una muñeca rusa de cuyo interior siempre brota una más pequeña. Tengo la
impresión de que no hay otro trabajo
tan indirecto y de escaso rendimiento como el de escribir novelas. Si uno es
capaz de verbalizar con claridad un tema determinado, no tiene ninguna
necesidad de empeñarse en el trabajo infinito de las paráfrasis. Expresado de
un modo quizás extremo, se puede decir que los escritores son seres necesitados
de algo innecesario.
Sin embargo, en ese
punto indirecto e innecesario existe una verdad por muy irreal que pueda
parecer. Aun a riesgo de enfatizar, diré que los escritores afrontamos nuestro
trabajo con esa firme convicción, de manera que no me parece descabellada la
idea que tienen algunos de que los escritores no hacen ninguna falta en este mundo.
De igual modo entiendo a quienes afirman, en sentido contrario, que las novelas
son imprescindibles en el mundo en que vivimos. En función del tiempo del que
disponga cada cual y de su punto de
vista, su opinión se inclinará hacia un lado o hacia otro.
Para expresarlo de un
modo más preciso, diré que en nuestra sociedad hay muchas capas superpuestas
formadas por elementos ineficientes y de poco rendimiento y también por
elementos eficientes y muy precisos. Cuando falta alguno de esos elementos (al
romperse el equilibrio entre ellos), el mundo se deforma sin remedio. Solo es
una opinión personal, pero escribir una novela me parece, en esencia, un
trabajo bastante «torpe». Apenas hay nada que destaque por su inteligencia intrínseca,
tan solo se trata de tocar y retocar frases hasta descubrir si funcionan o no,
y para hacerlo no queda más remedio que encerrarse en una habitación. Ya puedo
escribir una frase con una precisión remarcable después de un día entero sin
levantarme de la mesa de trabajo, que nadie me va a felicitar por ello. Nadie
me va a dar una palmadita en el hombro. Como mucho asentiré en silencio convenciéndome
a mí mismo del trabajo bien hecho. Cuando todo ese esfuerzo termina por
convertirse en un libro, quizá ni un solo lector caiga en la cuenta del trabajo
y del esfuerzo que implica la precisión de esa frase concreta. En eso consiste
escribir novelas, en afrontar un trabajo lento y sumamente fastidioso.
Hay quienes se
dedican durante todo un año a construir maquetas de barcos en miniatura dentro
de botellas de cristal con unas pinzas muy largas. El trabajo de escribir una
novela es algo parecido. Yo no tengo la habilidad necesaria para hacer maquetas
de barcos dentro de botellas de cristal, pero entiendo y comparto el profundo
significado de una actividad que tanto se parece a la mía. Para escribir una
novela larga, la minuciosa atención a
los detalles y la necesidad de encerrarse en una habitación se imponen
a cualquier otra cosa día tras día. Parece una actividad sin fin, pero no se
puede alargar mucho en el tiempo a menos que a uno le vaya algo en ello, que
ponga un empeño desmedido o que no le cueste demasiado.
De niño leí una
novela que trataba de dos hombres que iban a contemplar el monte Fuji. Uno de
los protagonistas, el más inteligente de los dos, observaba la montaña desde
diversos ángulos y regresaba a casa después de convencerse de que, en efecto,
ese era el famoso monte Fuji, una maravilla, sin duda. Era un hombre pragmático,
rápido a la hora de comprender las cosas. El otro, por el contrario, no entendía
bien de dónde nacía toda esa fascinación por la montaña y por eso se quedó allí
solo y subió hasta la cima a pie. Tardó mucho tiempo en alcanzarla y le supuso
un considerable esfuerzo. Gastó todas sus energías y terminó agotado, pero logró
comprender físicamente qué era el monte Fuji. En realidad, fue en ese momento
cuando fue capaz de entender la fascinación que producía en la gente.
Ser escritor (al
menos en la mayoría de los casos) significa pertenecer a esa categoría que
representa el segundo de los protagonistas. Es decir, no ser extremadamente
inteligente. Somos ese tipo de personas que no entienden bien la fascinación
que despierta el Fuji a menos que subamos hasta la cima por nuestros propios
medios. La naturaleza de los escritores conlleva en sí misma no llegar a entenderlo
del todo después de subir varias veces, incluso estar cada vez más perdidos con
cada nueva ascensión. La cuestión que se plantea en ese sentido no es la del
rendimiento o la eficacia. En cualquier caso, no es algo en lo que se empeñaría
una persona de verdad inteligente.
Por eso a los
escritores no nos sorprende cuando alguien con otra profesión escribe una
novela brillante, cuando llama la atención del público, de la crítica y se
convierte de la noche a la mañana en un best seller. No nos sentimos
amenazados y menos aún enfadados. Al menos eso creo. En el fondo sabemos que
ese tipo de personas difícilmente se dedicarán a escribir novelas durante mucho
tiempo.
Una persona
inteligente tiene un ritmo adecuado a su inteligencia; una persona con muchos
conocimientos, lo mismo. En la mayor parte de los casos sus ritmos no se adecúan
al extenso lapso de tiempo imprescindible para escribir una novela.
Por supuesto que hay
personas muy brillantes e inteligentes en el gremio de escritores
profesionales. También los hay muy agudos y perspicaces, capaces no solo de
aplicar su inteligencia a un ámbito general, sino también a uno específico como
es el de escribir novelas.
En mi opinión, sin
embargo, el tiempo que se puede dedicar la inteligencia a la escritura de
novelas —para entendernos, la «fecha de caducidad como escritor»— creo que
abarca, como mucho, un periodo de diez años. Pasado ese tiempo, hace falta una
cualidad más grande y duradera que sustituya a la inteligencia. Dicho de otro
modo, en determinado momento hay que dejar de cortar con una navaja y empezar a
hacerlo con un hacha. Por si fuera poco, enseguida se plantea la necesidad de
cambiar a una más grande. La persona que supera todos esos cambios y exigencias
se convertirá en un escritor más grande capaz de sobrevivir a su época. Quienes
no sean capaces de superar esos hitos terminarán por desvanecerse a mitad del
camino o verán su existencia reducida cada vez a un espacio más pequeño. En cualquier
caso, pueden instalarse sin demasiados problemas en el lugar que corresponde a
las personas inteligentes.
Para los escritores
mantenerse sin dificultades en el lugar donde deben estar es casi sinónimo de
muerte creativa. Los escritores somos como ese tipo de pez que muere ahogado si
no nada sin descanso.
Por eso admiro a los
escritores que nadan incansables durante mucho tiempo. Tengo una lógica
predilección por determinadas obras, pero la esencia de esa admiración reside
en que ser capaces de mantenerse activos durante muchos años y ganarse un público
fiel se debe a que poseen algo fuera de lo común. Escribir novelas responde a una
especie de mandato interior que te impulsa a hacerlo. Es pura perseverancia y
resistencia, apoyadas en un prolongado trabajo en solitario. Me atrevo a decir
que son las cualidades y requisitos fundamentales de todo escritor profesional.
Escribir una novela
no es tan difícil. Tampoco escribir una buena novela. No digo que sea fácil,
pero, desde luego, no es algo imposible. Sin embargo, hacerlo durante mucho
tiempo, sí. No todo el mundo es apto porque son necesarias esas cualidades de
las que ya he hablado antes. Tal vez sea algo muy distinto a eso que llamamos «talento».
En ese caso, ¿cómo
saber si uno dispone o no de esas cualidades? Solo hay una forma de encontrar
la respuesta: tirarse al agua y comprobar si flotamos o nos hundimos. Parecerá
brusco plantearlo así, pero no veo otro modo de hacerlo. Además, si uno no se
dedica a escribir novelas, la vida se puede vivir de una forma más inteligente
y eficaz. Solo las personas que a pesar de todo quieren escribir o no pueden
dejar de hacerlo terminan por dedicarse a ello sin una fecha límite. Como
escritor, doy la bienvenida de corazón a todo el que quiera entrar en este
mundo.
¡Bienvenidos al ring!
Tomado
del libro: «De qué hablo cuando hablo de escribir», 2015
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