El fabricante de ataúdes
Alexander Pushkin,
¿No
vemos cada día ataúdes,
del mundo canas de decrepitud?
DERZHAVIN
del mundo canas de decrepitud?
DERZHAVIN
Los últimos enseres
del fabricante de ataúdes Adrián Prójorov se cargaron sobre el coche fúnebre, y
la pareja de rocines se arrastró por cuarta vez de la Basmánnaya a la
Nikítinskaya, calle a la que el fabricante se trasladaba con todos los suyos.
Tras cerrar la tienda, clavó a la puerta un letrero en el que se anunciaba que
la casa se vendía o arrendaba, y se dirigió a pie al nuevo domicilio. Cerca ya
de la casita amarilla, que desde hacía tanto había tentado su imaginación y que
por fin había comprado por una respetable suma, el viejo artesano sintió con
sorpresa que no había alegría en su corazón.
Al atravesar el
desconocido umbral y ver el alboroto que reinaba en su nueva morada, suspiró
recordando su vieja casucha donde a lo largo de dieciocho años todo se había
regido por el más estricto orden; comenzó a regañar a sus dos hijas y a la
sirvienta por su parsimonia, y él mismo se puso a ayudarlas.
Pronto todo estuvo en
su lugar: el rincón de las imágenes con los iconos, el armario con la vajilla;
la mesa, el sofá y la cama ocuparon los rincones que él les había destinado en
la habitación trasera; en la cocina y el salón se pusieron los artículos del
dueño de la casa: ataúdes de todos los colores y tamaños, así como armarios con
sombreros, mantones y antorchas funerarias. Sobre el portón se elevó un anuncio
que representaba a un corpulento Eros con una antorcha invertida en una mano,
con la inscripción: «Aquí se venden y se tapizan ataúdes sencillos y pintados,
se alquilan y se reparan los viejos.» Las muchachas se retiraron a su salita.
Adrián recorrió su vivienda, se sentó junto a una ventana y mandó que
prepararan el "samovar".
El lector versado
sabe bien que tanto Shakespeare como Walter Scott han mostrado a sus
sepultureros como personas alegres y dadas a la broma, para así, con el
contraste, sorprender nuestra imaginación. Pero en nuestro caso, por respeto a
la verdad, no podemos seguir su ejemplo y nos vemos obligados a reconocer que
el carácter de nuestro fabricante de ataúdes casaba por entero con su lúgubre
oficio. Adrián Prójorov por lo general tenía un aire sombrío y pensativo. Sólo
rompía su silencio para regañar a sus hijas cuando las encontraba de brazos
cruzados mirando a los transeúntes por la ventana, o bien para pedir una suma
exagerada por sus obras a los que tenían la desgracia (o la suerte, a veces) de
necesitarlas.
De modo que Adrián,
sentado junto a la ventana y tomándose la séptima taza de té, se hallaba sumido
como de costumbre en sus tristes reflexiones. Pensaba en el aguacero que una
semana atrás había sorprendido justo a las puertas de la ciudad al entierro de
un brigadier retirado. Por culpa de la lluvia muchos mantos se habían encogido,
y torcido muchos sombreros. Los gastos se preveían inevitables, pues las viejas
reservas de prendas funerarias se le estaban quedando en un estado lamentable. Confiaba
en resarcirse de las pérdidas con la vieja comerciante Triújina, que estaba al
borde de la muerte desde hacía cerca de un año. Pero Triújina se estaba
muriendo en Razguliái, y Prójorov temía que sus herederos, a pesar de su
promesa, se ahorraran el esfuerzo de mandar a por él hasta tan lejos y se las
arreglaran con la funeraria más cercana.
Estas reflexiones se
vieron casualmente interrumpidas por tres golpes francmasones en la
puerta.
—¿Quién hay? —preguntó
Adrián.
La puerta se abrió y
un hombre en quien a primera vista se podía reconocer a un alemán artesano
entró en la habitación y con aspecto alegre se acercó al fabricante de ataúdes.
—Excúseme, amable
vecino-dijo aquel con un acento que hasta hoy no podemos oír sin echarnos a
reír-, perdone que le moleste... Quería saludarlo cuanto antes. Soy zapatero,
me llamo Gotlib Schultz, y vivo al otro lado de la calle, en la casa que está
frente a sus ventanas. Mañana celebro mis bodas de plata y le ruego que usted y
sus hijas vengan a comer a mi casa como buenos amigos.
La invitación fue
aceptada con benevolencia. El dueño de la casa rogó al zapatero que se sentara
y tomara con él una taza de té, y gracias al natural abierto de Gotlib Schultz,
al poco se pusieron a charlar amistosamente.
—¿Cómo le va el negocio
a su merced?—preguntó Adrián.
—He-he-he —contestó
Schultz—, ni mal ni bien. No puedo quejarme. Aunque, claro está, mi mercancía
no es como la suya: un vivo puede pasarse sin botas, pero un muerto no puede
vivir sin su ataúd.
—Tan cierto como hay
Dios-observó Adrián—. Y, sin embargo, si un vivo no tiene con qué comprarse
unas botas, mal que le pese, seguirá andando descalzo; en cambio, un difunto
pordiosero, aunque sea de balde, se llevará su ataúd.
Así prosiguió cierto
rato la charla entre ambos; al fin el zapatero se levantó y antes de despedirse
del fabricante de ataúdes, le renovó su invitación.
Al
día siguiente, justo a las doce, el fabricante de ataúdes y sus hijas salieron
de su casa recién comprada y se dirigieron a la de su vecino. No voy a describir
ni el caftán ruso de Adrián Prójorov, ni los atavíos europeos de Akulina y
Daria, apartándome en este caso de la costumbre adoptada por los novelistas
actuales. No me parece, sin embargo, superfluo señalar que ambas muchachas
llevaban sombreritos amarillos y zapatos rojos, algo que sucedía sólo en
ocasiones solemnes.
La estrecha vivienda
del zapatero estaba repleta de invitados, en su mayoría alemanes artesanos con
sus esposas y sus oficiales. Entre los funcionarios rusos se encontraba un
guardia de garita, el finés Yurko, que, a pesar de su humilde grado, había
sabido ganarse la especial benevolencia del dueño.
Había servido en este
cargo de cuerpo y alma durante veinticinco años, como el cartero de Pogorelski.
El incendio del año doce que destruyó la primera capital de Rusia, devoró
también la garita amarilla del guardia. Pero tan pronto como fue expulsado el
enemigo, en el lugar de la garita apareció una nueva, de color grisáceo, con
blancas columnillas de estilo dórico, y Yurko volvió a ir y venir junto a ella
con «su seguro y su coraza de arpillera». Lo conocían casi todos los alemanes
que vivían cerca de la Puerta Nikitínskie , y algunos de ellos incluso habían
pasado en la garita de Yurko alguna noche del domingo al lunes.
Adrián en seguida
trabó relación con él, pues era persona a la que tarde o temprano podría
necesitar, y en cuanto los convidados se dirigieron a la mesa, se sentaron
juntos.
El señor y la señora
Schultz y su hija Lotchen, una muchacha de diecisiete años, reunidos con los
comensales, atendían juntos a los invitados y ayudaban a servir a la cocinera.
La cerveza corría sin parar. Yurko comía por cuatro: Adrián no se quedaba
atrás; sus hijas hacían remilgos; la conversación en alemán se hacía por
momentos más ruidosa. De pronto, el dueño reclamó la atención de los presentes
y, tras descorchar una botella lacrada, pronunció en voz alta en ruso:
—¡A la salud de mi
buena Luise!
Brotó la espuma del
vino achampañado. El anfitrión besó tiernamente la cara fresca de su cuarentona
compañera, y los convidados bebieron ruidosamente a la salud de la buena Luise.
—¡A la salud de mis
amables invitados! —proclamó el anfitrión descorchando la segunda botella.
Y los convidados se
lo agradecieron vaciando de nuevo sus copas. Y uno tras otro siguieron los
brindis: bebieron a la salud de cada uno de los invitados por separado,
bebieron a la salud de Moscú y de una docena entera de ciudades alemanas,
bebieron a la salud de todos los talleres en general y de cada uno en
particular, bebieron a la salud de los maestros y de los oficiales. Adrián
bebía con tesón, y se animó hasta tal punto que llegó a proponer un brindis
ocurrente. De pronto uno de los invitados, un gordo panadero, levantó la copa y
exclamó:
—¡A la salud de
aquellos para quienes trabajamos, "unserer Kundleute"!
La propuesta, como
todas, fue recibida con alegría y de manera unánime. Los convidados comenzaron
a hacerse reverencias los unos a los otros: el sastre al zapatero, el zapatero
al sastre, el panadero a ambos, todos al panadero, etcétera. Yurko, en medio de
tales reverencias recíprocas, gritó dirigiéndose a su vecino:
—¿Y tú? ¡Hombre,
brinda a la salud de tus muertos!
Todos se echaron a
reír, pero el fabricante de ataúdes se sintió ofendido y frunció el ceño. Nadie
lo había notado, los convidados siguieron bebiendo, y ya tocaban a vísperas
cuando empezaron a levantarse de la mesa.
Los convidados se
marcharon tarde y la mayoría achispados. El gordo panadero y el encuadernador,
cuya cara parecía envuelta en encarnado codobán, llevaron del brazo a Yurko a
su garita, observando en esta ocasión el proverbio ruso: «Hoy por ti, mañana
por mí.» El fabricante de ataúdes llegó a casa borracho y de mal humor.
—Porque, vamos a ver
-reflexionaba en voz alta-; ¿en qué es menos honesto mi oficio que el de los
demás? ¡Ni que fuera yo hermano del verdugo! Y ¿de qué se ríen estos herejes?
¿O tengo yo algo de payaso de feria? Tenía ganas de invitarlos para remojar mi
nueva casa, de darles un banquete por todo lo alto, ¿pero ahora?, ¡ni pensarlo!
En cambio voy a llamar a aquellos para los que trabajo: a mis buenos muertos.
—¿Qué dices, hombre?
-preguntó la sirvienta que en aquel momento lo estaba descalzando—. ¡Qué
tonterías dices? ¡Santíguate! ¡Convidar a los muertos! ¿A quién se le ocurre?
—¡Como hay Dios que
lo hago! -prosiguió Adrián—. Y mañana mismo. Mis buenos muertos, les ruego que
mañana por la noche vengan a mi casa a celebrarlo, que he de agasajarles con lo
mejor que tenga...
En la calle aún
estaba oscuro cuando vinieron a despertarlo. La mercadera Triújina había
fallecido aquella misma noche y un mensajero de su administrador había llegado
a caballo para darle la noticia. El fabricante de ataúdes le dio por ello una
moneda de diez kopeks para vodka, se vistió de prisa, tomó un coche y se
dirigió a Razguliái.
Junto a la puerta de
la casa de la difunta ya estaba la policía y, como los cuervos cuando huelen la
carne muerta, deambulaban otros mercaderes. La difunta yacía sobre la mesa,
amarilla como la cera, pero aún no deformada por la descomposición. A su
alrededor se agolpaban parientes, vecinos y criados. Todas las ventanas estaban
abiertas, las velas ardían, los sacerdotes rezaban.
Adrián se acercó al
sobrino de Triújina, un joven mercader con una levita a la moda, y le informó
que el féretro, las velas, el sudario y demás accesorios fúnebres llegarían al
instante y en perfecto estado. El heredero le dio distraído las gracias, le
dijo que no iba a regatearle el precio y que se encomendaba en todo a su
honesto proceder. El fabricante, como de costumbre, juró que no le cobraría más
que lo justo y, tras intercambiar una mirada significativa con el
administrador, fue a disponerlo todo.
Se pasó el día entero
yendo de Razguliái a la Puerta Nikítinskie y de vuelta: hacia la tarde lo tuvo
listo todo y, dejando libre a su cochero, se marchó andando para su casa.
Era una noche de
luna. El fabricante de ataúdes llegó felizmente hasta la Puerta Nikítinskie.
Junto a la iglesia de la Ascensión le dio el alto nuestro conocido Yurko que,
al reconocerlo, le deseó las buenas noches. Era tarde. El fabricante de ataúdes
ya se acercaba a su casa, cuando de pronto le pareció que alguien llegaba a su
puerta, la abría y desaparecía tras ella.
«¿Qué significará
esto? —Pensó Adrián—. ¿Quién más me necesitará? ¿No será un ladrón que se ha
metido en casa? ¿O es algún amante que viene a ver a las bobas de mis hijas?
¡Lo que faltaba!»
Y el constructor de
ataúdes se disponía ya a llamar en su ayuda a su amigo Yurko, cuando alguien
que se acercaba a la valla y se disponía a entrar en la casa, al ver al dueño
que corría hacia él, se detuvo y se quitó de la cabeza un sombrero de tres
picos. A Adrián le pareció reconocer aquella cara, pero con las prisas no tuvo
tiempo de observarlo como es debido.
—¿Viene usted a mi
casa? -dijo jadeante Adrián-, pase, tenga la bondad.
—¡Nada de cumplidos,
hombre! —Contestó el otro con voz sorda—. ¡Pasa delante y enseña a los
invitados el camino!
Adrián tampoco tuvo
tiempo para andarse con cumplidos. La portezuela de la verja estaba abierta, se
dirigió hacia la escalera, y el otro le siguió. Le pareció que por las
habitaciones andaba gente. «¡¿Qué diablos pasa?!», pensó.
Se dio prisa en
entrar... y entonces se le doblaron las rodillas. La sala estaba llena de
difuntos. La luna a través de la ventana iluminaba sus rostros amarillentos y
azulados, las bocas hundidas, los ojos turbios y entreabiertos y las afiladas
narices... Adrián reconoció horrorizado en ellos a las personas enterradas
gracias a sus servicios, y en el huésped que había llegado con él, al brigadier
enterrado durante aquel aguacero.
Todos, damas y
caballeros, rodearon al fabricante de ataúdes entre reverencias y saludos;
salvo uno de ellos, un pordiosero al que había dado sepultura de balde hacía
poco. El difunto, cohibido y avergonzado de sus harapos, no se acercaba y se
mantenía humildemente en un rincón. Todos los demás iban vestidos
decorosamente: las difuntas con sus cofias y lazos, los funcionarios
fallecidos, con levita, aunque con la barba sin afeitar, y los mercaderes con
caftanes de día de fiesta.
—Ya lo ves, Prójorov —dijo
el brigadier en nombre de toda la respetable compañía—, todos nos hemos
levantado en respuesta a tu invitación; sólo se han quedado en casa los que no
podían hacerlo, los que se han desmoronado ya del todo y aquellos a los que no
les queda ni la piel, sólo los huesos; pero incluso entre ellos uno no lo ha
podido resistir, tantas ganas tenía de venir a verte.
En este momento un pequeño
esqueleto se abrió paso entre la muchedumbre y se acercó a Adrián. Su cráneo
sonreía dulcemente al fabricante de ataúdes. Jirones de paño verde claro y rojo
y de lienzo apolillado colgaban sobre él aquí y allá como sobre una vara, y los
huesos de los pies repicaban en unas grandes botas como las manos en los
morteros.
—No me has
reconocido, Prójorov —dijo el esqueleto—. ¿Recuerdas al sargento retirado de la
Guardia Piotr Petróvich Kurilkin, el mismo al que en el año 1799 vendiste tu
primer ataúd, y además de pino en lugar del de roble?
Dichas estas
palabras, el muerto le abrió sus brazos de hueso, pero Adrián, reuniendo todas
sus fuerzas, lanzó un grito y le dio un empujón. Piotr Petróvich se tambaleó,
cayó y todo él se derrumbó. Entre los difuntos se levantó un rumor de
indignación: todos salieron en defensa del honor de su compañero y se lanzaron
sobre Adrián entre insultos y amenazas. El pobre dueño, ensordecido por los
gritos y casi aplastado, perdió la presencia de ánimo y, cayendo sobre los huesos
del sargento retirado, se desmayó.
El sol hacía horas
que iluminaba la cama en la que estaba acostado el fabricante de ataúdes. Éste
por fin abrió los ojos y vio delante de él a la criada que atizaba el fuego del
samovar. Adrián recordó lleno de horror los sucesos del día anterior. Triújina,
el brigadier y el sargento Kurilkin aparecieron confusos en su mente. Adrián
esperaba en silencio que la criada le dirigiera la palabra y le refiriese las
consecuencias del episodio nocturno.
—Se te han pegado las
sábanas, Adrián Prójorovich —dijo Aksinia acercándole la bata—. Te ha venido a
ver tu vecino el sastre, y el de la garita ha pasado para avisarte que es el
santo del comisario. Pero tú has tenido a bien seguir durmiendo y no hemos
querido despertarte.
—¿Y de la difunta
Triújina no ha venido nadie?
—¿Difunta? ¿Es que se
ha muerto?
—¡Serás estúpida! ¿O
no fuiste tú quien ayer me ayudó a preparar su entierro?
—¿Qué dices, hombre?
¿Te has vuelto loco, o es que aún no se te ha pasado la resaca? ¿Ayer qué
entierro hubo? Si te pasaste todo el día de jarana en casa del alemán, volviste
borracho, caíste redondo en la cama y has dormido hasta la hora que es, que ya
han tocado a misa.
—¡No me digas!
-exclamó con alegría el fabricante de ataúdes.
—Como lo
oyes-contestó la sirvienta.
—Pues si es así, trae
en seguida el té y ve a llamar a mis hijas.
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