Por
Martín Caparrós
Dentro de este género literario que solemos llamar
periodismo y que está determinado, si acaso, por el pacto de lectura –que
asegura que lo que uno está contando de algún modo sucedió– hay una serie de
subgéneros. La crónica es uno de ellos. Me gusta la palabra crónica. Defiendo
la idea de crónica y supongo que la defiendo tanto más cuanto que la crónica es
un anacronismo. Me gusta ya para empezar que en la palabra crónica esté la
palabra cronos, es decir, tiempo. Obviamente todo lo que se escribe es sobre el
tiempo, pero en el caso de la crónica es esa especie de inútil intento de
atrapar el tiempo en el que uno vive, por supuesto está condenado al fracaso
pero es absolutamente digno intentar una y otra vez.
La crónica
tuvo su momento y ese momento pasó. América se hizo a base de crónicas. América
se llenó de nombres y de conceptos y de ideas sobre ella a partir de esas
crónicas, que eran como un intento increíble de adaptación de lo que se sabía a
lo que no se sabía. Hay estos ejemplos notables en que un cronista de indias
describe una fruta que no había visto nunca y dice: es como las manzanas de
Castilla, solo que es ovalada y adentro tiene carne anaranjada. Obviamente no
tenía nada que ver con la manzana de Castilla, pero tenía que partir de algo,
no podía empezar de la nada. Partía de lo conocido para llegar a lo
desconocido.
Así fue como se escribió América: en esas crónicas
que partían de lo que esperaban encontrar aquí y chocaban con lo que sí
encontraban. Creo que nos pasa un poco todo el tiempo. Cuando vamos a un lugar
a tratar de contarlo o cuando nos enfrentamos a una situación y tratamos de contarla,
vamos con lo que creemos que vamos a ver y chocamos con lo que vemos. Me parece
que es en ese choque donde se producen cuestiones bastante ricas.
La crónica es un género altamente latinoamericano
para el cual los latinoamericanos no estamos del todo equipados. Me resultaba
curioso, sobre todo cuando viajaba por ahí, pensar que tenía una gran ventaja
–al mismo tiempo gran desventaja– y es que yo como argentino no tengo una
mirada programada. Si fuera francés vería todo a través del racionalismo cartesiano;
si fuera inglés miraría con los ojos de un lord del imperio; si fuera
norteamericano miraría con los ojos del patrón. No perteneciendo a ninguna de
estas culturas fuertes, tenemos unos ojos que deben inventarse todo el tiempo a
sí mismos. No sabemos desde dónde estamos mirando y eso por un lado es una
debilidad y por otro es interesante porque nos obliga a crear el lugar desde el
que estamos mirando.
Pero, insisto, la crónica es un anacronismo. Era
una forma de contar en una época en que no había otras. Cuando empezó la
fotografía, a finales del siglo XIX, comenzaron a aparecer estas revistas
ilustradas en que las crónicas ocupaban cada vez menos espacio y las fotos cada
vez más. Entonces lo que hacían era mostrar los lugares que antes describían.
Antes de eso había algún grabado, algún óleo, alguna acuarela, pero era muy
difícil su reproducción, casi imposible. La forma más fácil de reproducir una
mirada sobre un lugar era la forma escrita, prácticamente la única forma de
contar el mundo era la escrita.
La fotografía empezó a disputarle ese lugar, luego
el cine, luego la televisión. Y quedó claro que la forma escrita es como la más
pobre desde un punto para contar el mundo, la que da menos sensación de
inmediatez, la que da menos sensación de verosimilitud, la que deja más en
claro que uno está mirando a través de los ojos de otro. Esos que son en
principio puntos en contra también pueden ser una ventaja y es sobre lo que hay
que trabajar: el hecho de que hay una mirada que cuenta, que hay una capacidad
de sugerencia de la palabra que la imagen no tiene (la imagen no sugiere,
muestra), que hay la oportunidad de entrar a una cantidad de lugares que la
cámara no tiene. Las posibilidades de registro de nuestro cerebro por suerte
son todavía mejores que las de una cámara. No tenemos que sacar la cabeza y
encender la luz roja: estamos en una situación que queremos contar y la
recordamos y la contamos. Podemos actuar al escribir.
La crónica se definiría, entre otras cosas, por
ocuparse de lo que no es noticia, de lo que no nos enseñaron a considerar
noticia. La noticia en general tiene dos posibilidades: o habla de los
poderosos o de los que se cayeron por alguna razón (un tipo que cometió un
delito, o la víctima, o el accidentado). Pero la gente normal, con perdón de la
expresión, no entra en el concepto de noticia que en general manejamos. La
información, curiosamente, supone interesar a muchísima gente de lo que pasa
con poquita, de los tejes y manejes de los pocos señores del poder. Esa es una
decisión política fuerte de la información. Postular que lo que importa es lo
que le pasa a ese pequeño sector está de manera tácita imponiendo un modelo del
mundo en el cual lo significativo es lo que les sucede a unos pocos y los demás
lo que deben hacer es consumir aquello que les sucede a esos pocos.
Me parece que la crónica se revela contra eso e
intenta contar lo que le pasa a la gente más parecida a aquellos que leerían
esa noticia. La crónica es una forma de pararse ante esa estructura de la
información que habla de unos pocos y decir que vale la pena contar lo que le
pasa a todos los demás. A veces es más importante, más noticioso, más
informativo para mucha gente enterarse de lo que pasa con unas personas en una
plaza cualquiera que leer las declaraciones de un ministro. Puede hablar más de
sobre su vida, su país y sus circunstancias. Es una lástima que los medios no
tomen la idea de que sería mejor contar vidas cotidianas. El periodismo tendría
que dedicarse a la vida de todos.
Frontera entre crónica y reportaje
La crónica y el reportaje son géneros distintos,
pero cada uno es tan válido como el otro. En general se piensa que en los
reportajes hay más análisis que en la crónica. Eso no es consustancial al
género. Con la presencia del narrador se puede hacer mucho análisis, sin la
presencia del narrador se puede hacer ninguno.
Es confusa la frontera entre los dos. Si es
necesario definir lo que diferencia la crónica del reportaje pensaría en la
primera persona o en un tono que remita a la primera persona –aunque no se esté
diciendo “yo” –, en un tono que de alguna manera incluya más explícitamente la
experiencia y la mirada del autor del trabajo. Muchas veces el tipo de material
que se consigue para uno y otro es parecido, lo que se cuenta es parecido, pero
lo que define la diferencia es eso: si se incluyen o no experiencias y miradas
en un lugar visible y preponderante. Aún en tercera persona, la crónica está
más cerca de evocar una experiencia personal.
Tomado de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano
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