Los espejos velados
Jorge
Luis Borges
El Islam asevera que el día inapelable del juicio, todo
perpetrador de la imagen de una cosa viviente resucitará con sus obras, y le
será ordenado que las anime, y fracasará, y será entregado con ellas al fuego
del castigo. Yo conocí de chico ese horror de una duplicación o multiplicación
espectral de la realidad, pero ante los grandes espejos. Su infalible y
continuo funcionamiento, su persecución de mis actos, su pantomima cósmica,
eran sobrenaturales entonces, desde que anochecía. Uno de mis insistidos ruegos
a Dios y al ángel de mi guarda era el de no soñar con espejos. Yo sé que los vigilaba
con inquietud. Temí, unas veces, que empezaran a divergir de la realidad;
otras, ver desfigurado en ellos mi rostro por adversidades extrañas. He sabido
que ese temor está, otra vez, prodigiosamente en el mundo. La historia es harto
simple, y desagradable.
Hacia 1927, conocí una chica sombría: primero por teléfono
(porque Julia empezó siendo una voz sin nombre y sin cara); después, en una
esquina al atardecer. Tenía los ojos alarmantes de grandes, el pelo renegrido y
lacio, el cuerpo estricto. Era nieta y bisnieta de federales, como yo de
unitarios, y esa antigua discordia de nuestras sangres era para nosotros un
vínculo, una posesión mejor de la patria. Vivía con los suyos en un desmantelado
caserón de cielo raso altísimo, en el resentimiento y la insipidez de la decencia
pobre. De tarde —algunas contadas veces de noche— salíamos a caminar por su
barrio, que era el de Balvanera. Orillábamos el paredón del ferrocarril; por
Sarmiento llegamos una vez hasta los desmontes del Parque Centenario. Entre
nosotros no hubo amor ni ficción de amor: yo adivinaba en ella una intensidad
que era del todo extraña a la erótica, y la temía. Es común referir a las
mujeres, para intimar con ellas, rasgos verdaderos o apócrifos del pasado
pueril; yo debí contarle una vez el de los espejos y dicté así, el 1928, una
alucinación que iba a florecer el 1931. Ahora, acabo de saber que se ha
enloquecido y que en su dormitorio los espejos están velados pues en ellos ve
mi reflejo, usurpando el suyo, y tiembla y calla y dice que yo la persigo
mágicamente.
Aciaga servidumbre la de mi cara, la de una de mis caras
antiguas. Ese odioso destino de mis facciones tiene que hacerme odioso también,
pero ya no me importa.
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