DIARIOS
(fragmento)
Fernando Pessoa
Y
entonces, ¿qué es el hombre, por sí mismo, sino un insecto fútil que zumba mientras
se estrella contra el cristal de una ventana? Y es que está ciego, no puede ver,
ni puede darse cuenta de que hay algo entre él y la luz. Por eso se esfuerza, trabajosamente,
en acercarse. Puede apartarse de la luz, pero no es capaz de llegar a estar más
cerca. ¿Cómo le ayudará la ciencia? Puede llegar a conocer la consistencia y
las irregularidades propias del cristal, comprobar que en una parte es más
grueso, y en otra más fino, en una más basto y en otra más delicado: con todo
esto, amable filósofo, ¿cuánto se ha acercado a la luz? ¿Cuánto han aumentado
sus posibilidades de ver? Puedo llegar a creer que el hombre de genio, el
poeta, llega a romper, de algún modo, el cristal, hacia la luz, y siente la
alegría y la tibieza que produce estar más allá que los demás hombres, pero,
¿no está, también él, ciego? ¿Acaso se ha acercado algo al conocimiento de la
verdad eterna?
Déjenme
llevar más allá mi metáfora. Algunos se alejan de la cristalera en el sentido
opuesto, hacia atrás, y gritan, al darse cuenta de que no chocan con el
cristal, que no está tras ellos, «Hemos pasado».
Soy
un poeta impulsado por la filosofía, no un filósofo con cualidades poéticas.
Me
fascinaba observar la belleza de las cosas y dibujar lo imperceptible, lo minúsculo,
que define el alma poética del universo.
La
poesía de la Tierra nunca está muerta. Podemos decir que otras épocas pasadas fueron
más poéticas, pero podemos decir [—]
La
poesía está en todo, en la tierra y el mar, en el lago y en la ribera del río.
También
está en la ciudad, no lo niegues, se hace evidente a mis ojos, mientras estoy aquí
sentado: hay poesía en esta mesa, en este papel, en este tintero: hay poesía en
el ruido de los coches, en la calzada, en cada movimiento vulgar y ridículo de
un obrero que, al otro lado de la calle,
pinta el cartel de una carnicería.
Mi
sentido más profundo predomina en mí de tal modo sobre los cinco sentidos que veo las cosas de la vida, estoy
convencido, de una forma distinta a la de los demás hombres. Para mí existe, o
existía, una riqueza en el significado de algo tan ridículo como la llave de
una puerta, un clavo en la pared, los bigotes de un gato.
Existe,
para mí, una sugestión espiritual plena en una gallina que cruza la carretera cacareando.
Existe, para mí, un significado más profundo que el miedo de las personas en el
olor del sándalo, en una caja de cerillas olvidada, en dos papeles sucios que,
en un día de viento, dan vueltas y se persiguen calle abajo.
Y
es que la poesía es admiración, perplejidad, como la de un ser que hubiera caído
del cielo y se diera cuenta durante su propia caída, atónito. Como alguien que conociera
las cosas en el alma y luchando por recordar este conocimiento, se diera cuenta
de que no era así como las conocía, no bajo esa forma y esas condiciones, y fuera
incapaz de recordar más.
El
artista debe ser hermoso y elegante, porque quien admira la belleza no debe carecer
de ella. Y, sin duda, causa un dolor terrible al artista no encontrar en sí
mismo nada de lo que busca tan trabajosamente. ¿Quién podría, al observar los
retratos de Shelley, de Keats, de Byron, de Milton o de Poe, dudar de que fueran
poetas? Todos eran hermosos, todos eran queridos y admirados, y conservaban la
calidez de vivir y la alegría divina, tanto como le es posible a un poeta, o a
cualquier hombre.
Tomado
de: Diarios de
Fernando
Pessoa, 2008
Traducción:
Juan José Álvarez Galán
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