Una mañana de julio de 2001, Gabriel García Márquez
dijo algo inesperado sobre su dentista. Había aparecido en un salón de la
Universidad Iberoamericana de México para saludar al escritor Ryszard
Kapuscinski, quien por esos días dictaba un taller en el Distrito Federal.
Regresaba de un cáncer, y se le veía con una flacura de hospital, envuelto en
una chaqueta ocre pero con un humor caribeño que infectaba de verano el salón
de clase. En un descanso del taller, García Márquez intentaba llegar hasta la
puerta del aula pero siempre se tropezaba con alguien que le cerraba el paso.
Esa mañana fui uno de ellos. Quería saber si había leído «García Márquez va al
dentista», una historia que yo había publicado sobre su amistad con un
odontólogo de Cartagena de Indias a quien años antes él había buscado para
aliviar una inflamación de sus encías. El escritor se detuvo un segundo detrás
de unos anteojos de carey tan grandes que parecían pertenecer a un gigante
miope. Luego se inclinó ante las páginas de mi libro y se retiró de súbito,
como quien hubiese descubierto a un biógrafo con mal aliento.
–Gazabón no fue ético en contarte eso –me dijo.
Ojo por ojo, diente por diente. Una tarde de enero
de 1999, el odontólogo Jaime Gazabón me había contado la historia de un
dentista de provincia a quien un Premio Nobel de Literatura le había pedido ser
el padrino de bautizo de su hijo. Era su historia con el paciente Gabriel
García Márquez. Había sido un testimonio menos de vanidad que de orgullo, menos
de presunción que de honor, menos de indiscreción que de agradecimiento. Sin
embargo, esa mañana de 2001, cuando lo interrumpí para recordarle la historia
de cómo un dentista se había convertido en su compadre, Gabriel García Márquez
se fue a sonreír a otra parte. «Gazabón no fue ético en contarte eso», me dijo,
con cierto desdén, y siguió su camino a que otro más lo interrumpiera. No hubo
tiempo para explicarle nada. No había sido la traición de un ex psiquiatra ni
el chisme de un guardaespaldas ni la venganza de una amante. Esa mañana, más
que sentirse decepcionado sobre su dentista, García Márquez parecía haber perdido
el sentido del humor. Después de todo, no era tan grave decir que tenía caries.
* * *
La tarde del 11 de febrero de 1991, Gazabón abrió
una puerta de su clínica dental de Cartagena de Indias y descubrió a Gabriel
García Márquez solo como un astronauta en una sala de espera. Eran las dos y
treinta de la tarde, y el paciente había llegado puntual. «En siete años nunca
llegó tarde a una cita», recordaría tiempo después el médico. Aquella primera
vez, García Márquez había llegado hasta su consultorio en su automóvil con
chofer. El lugar estaba ubicado en un barrio de la ciudad cuyo nombre es
perfecto para el oficio de un dentista: Bocagrande. En la mesa de centro, sólo
había literatura de consultorio de dentista, revistas para disimular la
espera antes de ingresar al cuarto de salud dental, y una música de fondo de
efectos sedantes. Cuando el odontólogo salió a recibirlo, el escritor acababa
de completar a manuscrito su ficha de historia clínica: «Nombre del
paciente: Gabriel García Márquez. ¿Cuál es su ocupación? Paciente
vitalicio. Número de teléfono: Cortado por falta de
pago. Si es casado, ocupación de su esposa: Sí, no hace nada. ¿Para
qué compañía trabaja su esposa? Ya quisiera yo saberlo. Nombre
de la persona responsable por el pago del tratamiento: Gabo, el hijo
del telegrafista. ¿Tiene usted alguna molestia o dolor? Molestia
sí, el dolor vendrá después. ¿Nos podría decir quién lo recomendó al
Dr.? Su fama universal». Fue todo lo que García Márquez escribió en
esa dramática visita que tarde o temprano todos hacemos al consultorio de un
dentista.
Los primeros siete años de consulta el odontólogo
trató a García Márquez con el respetuoso vocativo de maestro. Luego
empezó a llamarlo compadre. El doctor Gazabón recuerda que cuando
se había enterado de que su esposa estaba embarazada de su sexto hijo, García
Márquez le preguntó con el entusiasmo de un cura recién ordenado: «¿Y cuándo lo
bautizamos?». Jaime Enrique de Jesús iba a ser su primer hijo varón. Pero el
odontólogo no entendía aquella pregunta del novelista. Alguien que había vivido
en México tuvo que explicarle que en ese país, donde el escritor ha vivido por
décadas, el honor de ser padrino se ofrece a los padres y no al revés. El día
del bautizo, García Márquez y su esposa Mercedes fueron los primeros en llegar
a la iglesia.
–No creo que nada sea casual –dice el dentista–. Fue
un bautizo macondiano.
Aquella ceremonia no parecía haber sido la primera
coincidencia familiar. Las familias de ambos, recuerda Gazabón, habían sido
vecinas en el barrio de Pie de la Popa y la hermana de García Márquez iba a
jugar a casa con su hermana. Entonces el dentista era un bebé de un año, y el
escritor debía ser un veintañero, alguien que andaba mamando gallo,
ese modo tan caribeño de tomarte el pelo y vacunarte contra la solemnidad. Eran
de generaciones distantes: cuando García Márquez ganaba el Nobel de Literatura,
Gazabón hacía un posgrado de Rehabilitación Oral en la Ohio State University.
La primera vez que el ilustre paciente visitó la casa de quien iba a ser su compadre,
el novelista entró por la puerta principal y salió por la de la cocina para
saludar a las muchachas de servicio.
Desde entonces ningún dentista había callado tanto
sobre la intimidad y la boca abierta de uno de los escritores más famosos de la
Tierra. A García Márquez, según el médico, le gustaba repetirle que cada vez
que llegaba a Cartagena era a él al primero que telefoneaba. Y desde que García
Márquez lo visitara en su consultorio dental, la vida del doctor Gazabón sufrió
una metamorfosis. Sus amigos le enviaban libros para que García Márquez se los
dedicara. Unas palabras. Una firma. Un garabato. Una serie de
señoras le rogaban si era posible fotografiarse con él. Una sola vez.
Un minuto. Por favor. El dentista era invitado a leer un fragmento
de Cien años de soledad en el Museo Naval de Cartagena. Los pacientes
que llegaban al consultorio dental veían colgado en una pared, encima de un
temible sillón negro donde todos se acostaban, un cuadro que enmarcaba una
fotografía del paciente ilustre junto a su odontólogo envidiado. A veces les
parecía una alucinación en colores: el escritor, que aparecía recostado en
aquel mismo sillón negro, llevaba una camisa negra y las manos tan juntas como
si hubiese sido maniatado por su risueño odontólogo. Uno que otro veía ese
retrato de García Márquez acostado en el sillón dental, y creían que podía ser
la travesura de una Macintosh caribeña, el burdo montaje de un fetichista
literario. Lo cierto es que aquel cuadro parecía servir al dentista como una
primera anestesia. De un golpe de vista los pacientes se olvidaban de sus
muelas, y cualquier mueca de dolor se mudaba a una misma pregunta. ¿Cómo había
llegado hasta allí el autor de Crónica de una muerte anunciada?
* * *
Una noche de setiembre de 2004, el doctor Gazabón
cogió un maletín negro cerrado con una clave de seguridad. Estaba de pie frente
a mí, en la mesa del comedor de su nueva casa en Tampa, Florida, revolviendo
algunos recuerdos de su amistad con su compadre Gabriel García Márquez. Aún
había cajas por abrir, señal de que su mudanza a Estados Unidos todavía no
acababa. En el comedor, por debajo de una mesa, se paseaba un perro pincher en
miniatura, llamado Blackie, de quien Gazabón decía que sólo le faltaba hablar,
y de las paredes de su casa colgaban pinturas de su esposa, la artista plástica
Ángela Schiappa. El dentista y su familia se habían mudado hasta Florida luego
de haber tenido que partir de Cartagena, donde él y su esposa eran militantes
evangelistas de La Comunidad Cristiana de Fe. Ambos solían predicar en barrios
populares, donde no eran nada bienvenidos por la guerrilla. Esa noche de otoño,
luego de abrir la clave de seguridad de su maletín, el Dr. Gazabón extrajo de
él una bolsa de terciopelo azul, una de ésas en donde los joyeros guardan metales
preciosos en miniatura para protegerlos del maltrato del tiempo. Días atrás
había pasado un huracán destructor cerca de su casa. Gazabón aún no podía
ejercer en Florida el oficio de odontólogo, y por entonces trabajaba de
ceramista dental en un laboratorio de prótesis molares. Se había vuelto un
escultor de dientes de porcelana, un artista de la dentadura artificial.
Acababa de llegar la medianoche. En uno de los cuartos de su nueva casa, uno de
sus hijos, Jaime Enrique de Jesús Gazabón, se había quedado dormido. Tenía
siete años, y su padrino de bautizo era Gabriel García Márquez. Todo había
sucedido cuando él era un bebé, y el niño no sabía nada más. Pero esa noche de
setiembre de 2004, el doctor Gazabón parecía estar dispuesto a mostrarme algo
que no me había confiado cinco años atrás, la tarde en que lo conocí en su
antiguo consultorio de Bocagrande. Guardaba una extraña joya en aquella bolsa
de terciopelo azul.
* * *
Las razones que habían hecho aterrizar a Gabriel
García Márquez en el consultorio del doctor Gazabón no fueron nada novelescas:
un odontólogo de Bogotá había operado una corrección en su dentadura y, para
que continuara su tratamiento, le recomendó buscar en Cartagena de Indias al
ortodoncista Luis Eduardo Botero. La suya iba a ser una operación de rutina.
García Márquez sólo parecía necesitar a uno de esos especialistas que mueven
dientes en mala posición y los devuelven a su lugar normal. El ortodoncista
puso los dientes del escritor en su sitio, pero le diagnosticó un dolor
periodontal –en buen castellano, un dolor de encías. Era la especialidad del
doctor Gazabón, y el ortodoncista lo recomendó. Fue así como aquella tarde de
febrero de 1991, el dentista descubrió al hijo del telegrafista en la sala de
estar de su consultorio de Bocagrande, en el preciso instante en que éste
escribía los datos de su historia clínica en una ficha de cartón que le había
entregado la secretaria Onira Madera.
–Fue como un mandato de Dios –me diría Gazabón trece
años después, en Florida, una noche de otoño a miles de kilómetros de allí.
Durante las consultas, recordaba el dentista, García
Márquez se volvía más terrenal cuando hablaba de política. Una vez Gazabón se
atrevió a comentarle algo sobre Dios.
–Gabo hizo lo que cualquier persona –me dijo el
dentista–: dio un muletazo y pasó a otro tema.
Aquella vez entendió que debía evitar a Dios en sus
conversaciones con el novelista. Pero mi pregunta metafísica era qué iba a
hacer el dentista con sus recuerdos cuando García Márquez se muriese.
–Uno nunca sabe –me dijo, escéptico–. Hasta uno se
puede morir antes que él.
–Los dentistas no van al cielo –le recordé.
–Fíjate que yo sí voy –respondió, sin ánimos de
apuesta.
No estaba mal saber que uno va siempre hacia alguna
parte. Era la única soberbia que parecía advertirse en el doctor Gazabón: la de
sentirse un hombre bueno. La última vez que atendió a García Márquez la tenía
apuntada en su historia dental: 20 de enero de 1999. Fue un miércoles. Gazabón
también recordaba haber recibido una llamada telefónica suya en diciembre de
ese año apocalíptico.
El escritor se iba a ir de Cartagena de Indias al
siglo siguiente. Por entonces, un cáncer linfático se asomaba a su vida. Según
el dentista, García Márquez residía ahora en México y no parecía haber vuelto a
la ciudad amurallada. Hubo incluso un rumor de que el cantante Julio Iglesias
quería comprar su casa. Antes de mudarse a Estados Unidos, el doctor Gazabón
dejó una carta a uno de los hermanos de García Márquez con el pedido expreso de
que éste la leyese. También, una caja de galletas italianas que solía preparar
su suegra. Esa noche de otoño de 2004, en una Florida de huracanes, el dentista
me dijo que aún no había recibido respuesta.
* * *
No había razones obvias para explicar por qué
Gabriel García Márquez eligió como sacamuelas y luego como compadre al doctor
Gazabón. Era un dentista de provincia. En los estantes de su consultorio de
Cartagena de Indias no se asomaba ninguna novela. Sólo clásicos de la dentadura
como Periodontal Disease, Occlusal Problems, dolorosa literatura para
odontólogos impacientes. No había leído la novela Anestesia Local de
Günter Grass ni el cuento El dentista de Alfred Polgar ni los
angustiosos episodios de visitas al odontólogo en Experiencia de
Martin Amis. Sólo el poema Desiderata colgaba de una pared de su
consultorio, por encima de un mueble con dentaduras postizas y enjuagues
bucales. En 1999, en el escritorio del doctor Gazabón, había una calavera y
nada tenía que ver con la de Hamlet. Era la vulgar escenografía de un
sacamuelas, el lugar común de la castración dental.
El dentista tenía sólo una teoría: que García
Márquez lo había elegido para romper su rutina de famoso. «La gente se olvida
de que Gabo es un ser humano», decía él. Pero también se olvidaban de que
Gazabón era un ser humano, y le preguntaban cuánto se le podía cobrar a un
compadre así. «¿Podría decir quién lo recomendó al Dr.? Su fama
universal», había escrito García Márquez, mamando gallo. Pero ya la
astrología pronosticaba entre ellos una historia perfecta: García Márquez es
piscis; Gazabón, escorpio. «Piscis verá en Escorpio a un gran compañero con el
que compartir todas las facetas de su vida». Tratándose del parentesco
espiritual entre un novelista y un odontólogo, sólo la astrología parecía ser
la teoría más confiable.
* * *
El doctor Gazabón solía hablar de García Márquez con
familiaridad y admiración, pero sin reverencias. Esa noche de otoño en Florida,
contaba anécdotas del Premio Nobel de Literatura mientras revisaba aquel
maletín negro donde guardaba sus recuerdos bajo clave: la historia clínica del
paciente García Márquez, retratos de familia con García Márquez, recortes de
prensa sobre García Márquez, una muela de García Márquez. Sí. El tesoro del
doctor Gazabón era un molar con tres raíces y una incrustación de oro. La muela
se veía más horrenda en el acto de extraerla de una bolsa de terciopelo y saber
que había sido del señor García Márquez. Ver un molar de García Márquez es como
ver cualquier muela fuera de su boca: hace que uno pasee su lengua para
verificar que las suyas siguen allí, dispuestas aún a masticar y morder. La
muela de un gran escritor se veía tan espantosa como las de cualquiera, y
creaba la ilusión de que todos somos iguales debajo de un dentista. Era la
punta del iceberg de una antigua dentadura. Era la historia secreta de su
sonrisa.
Hasta el último día en que fue su paciente, me dijo
el doctor, la dentadura de García Márquez tenía doce incrustaciones de oro. Es
decir, tenía una docena de restauraciones de dientes con caries. La
intimidad del escritor con su dentista no podía ser entonces en el autor
de La mala hora una historia anecdótica y casual. García Márquez
había dedicado varios episodios de su obra a lo indefenso que uno puede ser
ante un dolor de muelas y al poder de fascinación que puede causar una
dentadura. En Un día de éstos, uno de sus más famosos cuentos, Aurelio
Escovar, un dentista sin título, extrae sin anestesia la muela que ha torturado
por cinco días a su opositor, el alcalde de un pueblo sin nombre.
Por suerte, García Márquez nunca quiso ser alcalde y
Gazabón sí es un odontólogo con título. Años después, en Cien años de
soledad, el novelista escribió un episodio premonitorio de su primera visita al
odontólogo: «Vieron [los habitantes de Macondo] un Melquíades juvenil, repuesto,
desarrugado, con una dentadura nueva y radiante. Quienes recordaban sus encías
destruidas por el escorbuto, sus mejillas fláccidas y sus labios marchitos, se
estremecieron de pavor ante aquella prueba terminante de los poderes
sobrenaturales del gitano». En resumen, Melquíades terminó sacándose los
dientes y envejeciendo de súbito, pero luego se los puso otra vez y sonrió con
el poder restaurado de su juventud. Sí. El hombre envejece cuando los dientes
no se reponen. García Márquez lo sabía. Sabía que perder un diente era la más
perfecta metáfora de la caída del poder, y que un dolor de muelas era tan agudo
e incurable como el amor.
No había sido el primer escritor en fascinarse tanto
por las muelas: ya Joyce y Nabokov habían perdido la dentadura antes de cumplir
los cincuenta años, y no ahorraron palabras para retratarlas como algo más que
un rasgo fisonómico en sus libros. Martin Amis, otro escritor del club de los
desdentados, ensayó en su libro Experiencia una primera y nada
desdeñable comunidad de escritores de dientes postizos: «¿Qué más tenían en
común Nabokov y Joyce aparte de la pésima dentadura y una soberbia prosa? El
exilio y décadas de una precariedad económica cercana a la indigencia. Y una
compulsiva tendencia al exceso. Y la desmedida sumisión que merecidamente les
inspiraban sus esposas». Cualquier parecido no es pura coincidencia.
El último día que el doctor Gazabón lo vio en su
consultorio de Cartagena de Indias, el único diente que le faltaba a García
Márquez era la muela del juicio. Aunque el escritor parecía haber perdido el
juicio esa mañana de 2001 en que le pregunté sobre su historia con el dentista,
me quedó también la sensación de que siempre los ganaba.
–Es como un Dios de la literatura. Todo el mundo
está interesado en cualquier cosa que hace –me dijo el dentista aquella noche
de Florida–. Estoy seguro de que Gabo sabe que yo no puedo esconder lo que pasó
entre nosotros.
El doctor Gazabón lo recordaba todo con la
conciencia limpia de un pastor evangélico: aquella primera tarde de 1991 en el
consultorio de Bocagrande, Gabriel García Márquez tenía una caries y él decidió
operar. Le inyectó anestesia local, le extrajo un molar, suturó la herida y un
tiempo después colocó un implante en su lugar. Gazabón dice que nunca se quejó.
Pero desde esa primera cita entre los futuros compadres ya hubo una pérdida.
Sucede en todas las épocas: Homero fue ciego y a Cervantes le fallaba un brazo.
García Márquez perdió una muela.
–El hilo dental es más importante que el cepillo
–advirtió el doctor Gazabón.
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