El avión de la Bella Durmiente
Doce cuentos peregrinos (1992)
Gabriel García Márquez
Eran
las nueve de la mañana. Estaba nevando desde la noche anterior, y el tránsito
era más denso que de costumbre en las calles de la ciudad, y más lento aún en
la autopista, y había camiones de carga alineados a la orilla, y automóviles
humeantes en la nieve. En el vestíbulo del aeropuerto, en cambio, la vida
seguía en primavera.
Yo
estaba en la fila de registro detrás de una anciana holandesa que demoró casi
una hora discutiendo el peso de sus once maletas. Empezaba a aburrirme cuando
vi la aparición instantánea que me dejó sin aliento, así que no supe cómo
terminó el altercado, hasta que la empleada me bajó de las nubes con un
reproche por mi distracción. A modo de disculpa le pregunté si creía en los
amores a primera vista. “Claro que sí”, me dijo. “Los imposibles son los
otros”. Siguió con la vista fija en la pantalla, de la computadora, y me
preguntó qué asiento prefería: fumar o no fumar.
—Me da lo mismo —le dije con toda intención—, siempre que no sea al lado de las once maletas.
Ella
lo agradeció con una sonrisa comercial sin apartar la vista de la pantalla
fosforescente.
—Escoja
un número —me dijo—: tres, cuatro o siete.
—Cuatro.
Su sonrisa tuvo un destello triunfal.
—En
quince años que llevo aquí —dijo—, es el primero que no escoge el siete.
Marcó en la tarjeta de embarque el número del asiento y me la entregó con el resto de mis papeles, mirándome por primera vez con unos ojos color de uva que me sirvieron de consuelo mientras volvía a ver la bella. Sólo entonces me advirtió que el aeropuerto acababa de cerrarse y todos los vuelos estaban diferidos.
Marcó en la tarjeta de embarque el número del asiento y me la entregó con el resto de mis papeles, mirándome por primera vez con unos ojos color de uva que me sirvieron de consuelo mientras volvía a ver la bella. Sólo entonces me advirtió que el aeropuerto acababa de cerrarse y todos los vuelos estaban diferidos.
—¿Hasta
cuándo?
—Hasta
que Dios quiera —dijo con su sonrisa. La radio anunció esta mañana que será la
nevada más grande del año.
Se
equivocó: fue la más grande del siglo. Pero en la sala de espera de la primera
clase la primavera era tan real que había rosas vivas en los floreros y hasta
la música enlatada parecía tan sublime y sedante como lo pretendían sus
creadores. De pronto se me ocurrió que aquel era un refugio adecuado para la
bella, y la busqué en los otros salones, estremecido por mi propia audacia.
Pero la mayoría eran hombres de la vida real que leían periódicos en inglés
mientras sus mujeres pensaban en otros, contemplando los aviones muertos en la
nieve a través de las vidrieras panorámicas, contemplando las fábricas
glaciales, los vastos sementeras de Roissy devastados por los leones. Después
del mediodía no había un espacio disponible, y el calor se había vuelto tan
insoportable que escapé para respirar.
Afuera
encontré un espectáculo sobrecogedor. Gentes de toda ley habían desbordado las
salas de espera, y estaban acampadas en los corredores sofocantes, y aun en las
escaleras, tendidas por los suelos con sus animales y sus niños, y sus enseres
de viaje. Pues también la comunicación con la ciudad estaba interrumpida, y el
palacio de plástico, transparente parecía una inmensa cápsula espacial varada
en la tormenta. No pude evitar la idea de que también la bella debía estar en
algún lugar en medio de aquellas hordas mansas, y esa fantasía me infundió
nuevos ánimos para esperar.
A
la hora del almuerzo habíamos asumido nuestra conciencia de náufragos. Las
colas se hicieron interminables frente a los siete restaurantes, las cafeterías,
los bares atestados, y en menos de tres horas tuvieron que cerrarlos porque no
había nada qué comer ni beber. Los niños, que por un momento parecían ser todos
los del mundo, se pusieron a llorar al mismo tiempo, y empezó a levantarse de
la muchedumbre un olor de rebaño. Era el tiempo de los instintos. Lo único que
alcancé a comer en medio de la rebatiña fueron los dos últimos vasos de helado
de crema en una tienda infantil. Me los tomé poco a poco en el mostrador,
mientras los camareros ponían las sillas sobre las mesas a medida que se
desocupaban, y viéndome a mí mismo en el espejo del fondo, con el último vasito
de cartón y la última cucharita de cartón, y pensando en la bella.
El
vuelo de Nueva York, previsto para las once de la mañana, salió a las ocho de
la noche. Cuando por fin logré embarcar, los pasajeros de la primera clase
estaban ya en su sitio, y una azafata me condujo al mío. Me quedé sin aliento.
En la poltrona vecina, junto a la ventanilla, la bella estaba tomando posesión
de su espacio con el dominio de los viajeros expertos. “Si alguna vez
escribiera esto, nadie me lo creería”, pensé. Y apenas si intenté en mi media
lengua un saludo indeciso que ella no percibió.
Se
instaló como para vivir muchos años, poniendo cada cosa en su sitio y en su
orden, hasta que el lugar quedó tan bien dispuesto como la casa ideal donde
todo estaba al alcance de la mano. Mientras lo hacía, el sobrecargo nos llevó
la champaña de bienvenida. Cogí una copa para ofrecérsela a ella, pero me arrepentí
a tiempo. Pues sólo quiso un vaso de agua, y le pidió al sobrecargo, primero en
un francés inaccesible y luego en un inglés apenas más fácil, que no la
despertara por ningún motivo durante el vuelo. Su voz grave y tibia arrastraba
una tristeza oriental.
Cuando le llevaron el agua, abrió sobre las rodillas un cofre de tocador con esquinas de cobre, como los baúles de las abuelas, y sacó dos pastillas doradas de un estuche donde llevaba otras de colores diversos. Hacía todo de un modo metódico y parsimonioso, como si no hubiera nada que no estuviera previsto para ella desde su nacimiento. Por último bajó la cortina de la ventana, extendió la poltrona al máximo, se cubrió con la manta hasta la cintura sin quitarse los zapatos, se puso el antifaz de dormir, se acostó de medio lado en la poltrona, de espaldas a mí, y durmió sin una sola pausa, sin un suspiro, sin un cambio mínimo de posición, durante las ocho horas eternas y los doce minutos de sobra que duró el vuelo a Nueva York.
Fue
un viaje intenso. Siempre he creído que no hay nada más hermoso en la
naturaleza que una mujer hermosa, de modo que me fue imposible escapar ni un
instante al hechizo de aquella criatura de fábula que dormía a mi lado. El
sobrecargo había desaparecido tan pronto como despegamos, y fue reemplazado por
una azafata cartesiana que trató de despertar a la bella para darle el estuche
de tocador y los auriculares para la música. Le repetí la advertencia que ella
le había hecho al sobrecargo, pero la azafata insistió para oír de ella misma
que tampoco quería cenar. Tuvo que confirmárselo el sobrecargo, v aun así me
reprendió porque la bella no se hubiera colgado en el cuello el cartoncito con
la orden de no despertarla.
Hice
una cena solitaria, diciéndome en silencio lo que le hubiera dicho a ella si
hubiera estado despierta. Su sueño era tan estable, que en cierto momento tuve
la inquietud de que las pastillas que se había tomado no fueran para dormir
sino para morir. Antes de cada trago, levantaba la copa y brindaba.
—A
tu salud, bella.
Terminada
la cena apagaron las luces, dieron la película para nadie, y los dos quedamos
solos en la penumbra del mundo. La tormenta más grande del siglo había pasado,
y la noche del Atlántico era inmensa y límpida, y el avión parecía inmóvil
entre las estrellas. Entonces la contemplé palmo a palmo durante varias horas,
y la única señal de vida que pude percibir fueron las sombras de los sueños que
pasaban por su frente como las nubes en el agua. Tenía en el cuello una cadena
tan fina que era casi invisible sobre su piel de oro, las orejas perfectas sin
puntadas para los aretes, las uñas rosadas de la buena salud, y un anillo liso
en la mano izquierda. Como no parecía tener más de veinte años me consolé con
la idea de que no fuera un anillo de bodas sino el de un noviazgo efímero.
“Saber que duermes tú, cierta, segura, cauce fiel de abandono, línea pura, tan
cerca de mis brazos maniatados”, pensé, repitiendo en la cresta de espumas, de
champaña el soneto magistral de Gerardo Diego. Luego extendí la poltrona a la
altura de la suya, y quedamos acostados más cerca que en una cama matrimonial.
El clima de su respiración era el mismo de la voz, y su piel exhalaba un hálito
tenue que sólo podía ser el olor propio de su belleza. Me parecía increíble: en
la primavera anterior había leído una hermosa novela de Yasunarl Kawabata sobre
los ancianos burgueses de Kyoto que pagaban sumas enormes para pasar la noche
contemplando a las muchachas más bellas de la ciudad, desnudas y narcotizadas,
mientras ellos agonizaban de amor en la misma cama. No podían despertarlas, ni
tocarlas, y ni siquiera lo intentaban, porque la esencia del placer era verlas
dormir. Aquella noche, velando el sueño de la bella, no sólo entendí aquel
refinamiento senil, sino que lo viví a plenitud.
—Quién
iba a creerlo —me dije, con el amor propio exacerbado por la champaña—: Yo,
anciano japonés a estas alturas.
Creo
que dormí varias horas, vencido por la champaña y los fogonazos mudos de la película,
Y desperté con la cabeza agrietada. Fui al baño. Dos lugares detrás del mío
yacía la anciana de las once maletas despatarrada de mala manera en la
poltrona. Parecía un muerto olvidado en el campo de batalla. En el suelo, a
mitad del pasillo, estaban sus lentes de leer con el collar de cuentas de
colores, y por un instante disfruté de la dicha mezquina de no recogerlos.
Después
de desahogarme de los excesos de champaña me sorprendí a mí mismo en el espejo,
indigno y feo, y me asombré de que fueran tan terribles los estragos del amor.
De pronto el avión se fue a pique, se enderezó como pudo, y prosiguió volando
al galope. La orden de volver al asiento se encendió. Salí en estampida, con la
ilusión de que sólo las turbulencias de Dios despertaran a la bella, y que
tuviera que refugiarse en mis brazos huyendo del terror. En la prisa estuve a
punto de pisar los lentes de la holandesa, y me hubiera alegrado. Pero volví
sobre mis pasos, los recogí, y se los puse en el regazo, agradecido de pronto de
que no hubiera escogido antes que yo el asiento número cuatro.
El
sueño de la bella era invencible. Cuando el avión se estabilizó, tuve que
resistir la tentación de sacudirla con cualquier pretexto, porque lo único que
deseaba en aquella última hora de vuelo era verla despierta, aunque fuera
enfurecida, para que yo pudiera recobrar mi libertad, y tal vez mi juventud.
Pero no fui capaz. “Carajo”, me dije, con un gran desprecio. “¡Por qué no nací
Tauro!”.
Despertó
sin ayuda en el instante en que se encendieron los anuncios del aterrizaje, y
estaba tan bella y lozana como si hubiera dormido en un rosal. Sólo entonces
caí en la cuenta de que los vecinos de asiento en los aviones, igual que los
matrimonios viejos, no se dan los buenos días al despertar. Tampoco ella. Se
quitó el antifaz, abrió los ojos radiantes, enderezó la poltrona, tiró a un
lado la manta, se sacudió las crines que se peinaban solas con su propio peso,
volvió a ponerse el cofre en las rodillas, y se hizo un maquillaje rápido y
superfluo, que le alcanzó justo para no mirarme hasta que la puerta se abrió.
Entonces se puso la chaqueta de lince, pasó casi por encima de mí con una
disculpa convencional en castellano puro de las Américas, y se fue sin
despedirse siquiera, sin agradecerme al menos lo mucho que hice por nuestra
noche feliz, y desapareció hasta el sol de hoy en la amazonia de Nueva York.
Junio 1982.
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