TE
ADORO
Cristina Peri Rossi
Le dije que le enseñaría la ciudad.
—¿De veras, Alex, lo harás? ¿Lo harás? —preguntó
entusiasmada, y de un brinco saltó a mi lado, estampándome un sonoro beso en la
frente. Era muy alta. Demasiado alta para sus diecinueve años y demasiado
atractiva para mí. No estaba acostumbrado a lidiar con mujeres tan jóvenes.
«¿Crees que seguiré creciendo?», me habla preguntado esa mañana, con un rictus de
preocupación en la cara. Por ese riel yo era capaz de crearle más preocupaciones
que la altura, los estudios, su carrera universitaria y el incierto porvenir de
una actriz en ciernes.
«Según las últimas investigaciones biológicas sobre el
desarrollo del homo sapiens, se puede estimar que muchos adolescentes crecerán hasta los
veinticinco años, sus huesos se estirarán por lo menos dos centímetros al año,
esto siempre que estén bien alimentados (no ocurrirá lo mismo en el Tercer
Mundo, por supuesto). Pero si tenemos en cuenta —agregué —que en tu caso se trata de una encantadora fémina sapiens,
me inclino a pensar que de aquí a los próximos seis años, que son los que te
faltan para llegar a la horrible edad de veinticinco, no crecerás ni un solo
centímetro más, porque aun siendo alta, hay en tus proporciones una admirable
armonía —algo ambigua, todo sea dicho— y sería un acto contranatura —a propósito,
debes leer À rebours, de Huysmanns— arruinar esta magnífica estructura con un par
dé centímetros que no te hacen falta.»
La respuesta me había valido dos besos en la boca, más un rápido
aleteo de lengua, mientras me decía, con radiante expresión de felicidad:
—Te adoro. Adoro tus discursos. Adoro cómo me hablas. Adoro
que me enseñes cosas.
Cada vez que le proponía algo y en las últimas veinticuatro
horas —que eran, por lo demás, todas las que llevábamos juntos— le había
propuesto diversas cosas: un viaje «Podríamos ir a París. ¿Te gusta París?»,
dijo, con admirable ingenuidad. «Adoro París», mentí como un enano, dos libros
«¿Es cierto que los escritores cuando se enamoran escriben diferente?», me
había preguntado, hojeando uno de mis libros. «¿A quién amabas cuando escribiste
éste?» «No la conoces», mentí. «Me gustaría saber si escribirías también sobre
mí», agregó. «Mi amor —le dije—, uno no escribe sobre lo que está, sino sobre
lo que no está». «¿Tendría que irme para que escribieras acerca de mí?» El
diálogo me parecía detestable, pero estaba dispuesto a continuarlo otras
veinticuatro horas más, o veinticuatro meses, o veinticuatro siglos. Desde que
la había visto no hacíamos más que conversar, y cuando nos metíamos en la cama
no podíamos concentrarnos en las caricias o en los besos porque los dos queríamos
hablar, seguir hablando y nos entusiasmábamos hasta tal punto que semidesnudos nos
poníamos de pie, íbamos a la cocina, abríamos la heladera, sacábamos una Coca-Cola
o un zumo de naranja, me encendía los cigarrillos en su propia, arrebatadora
boca, yo me estaba orinando, pero no conseguía llegar al baño: a medio camino me
acordaba de algo que todavía no le había dicho, reanudaba la marcha, ahora era
ella la que venía corriendo y me besaba en la nuca, entonces yo me volvía y la
abrazaba, «¿Cómo me dijiste que se llama esa novela de Huysmanns que tengo que
leer?» «À rebours», decía yo, a punto de entrar en el baño. «Tengo que leer
muchísimas cosas. El tiempo no me alcanza. Sólo leí medio libro tuyo. Y además,
en verano hago de azafata en Swissair.» Sorpresivamente se me ocurrió que podía
empezar a viajar en Swissair los veranos, fuera adonde fuera, pero yo detestaba
los aviones.
Además de un viaje, dos libros, una excursión a la costa,
una película que ella no había visto, una cena en un restaurante honolulú, la
pesca submarina (en seguida me arrepentí: yo no sabía nadar), la lectura de la
mitología celta, una visita al Museo de Paleontología, ayudarle a hacer los
deberes de la Universidad, escuchar a Kiri Te Kanawa interpretando los últimos lieder de
Strauss («No sabía que a los japoneses les gustaba la ópera.» «No, mi amor, es
australiana. Y canta como los dioses.» «Creí que en Australia sólo se dedicaban
a criar canguros.» «Siempre se aprende algo nuevo», comenté miserablemente), en
las últimas veinticuatro horas, que eran, por lo demás, todas las que
llevábamos juntos, le había propuesto: un viaje a Trieste («¿Por qué Trieste?»
«Me gusta la palabra»), enseñarle francés, contarle la Segunda Guerra Mundial,
jugar al ajedrez, coleccionar cerámica precolombina y armar un puzzle de cinco
mil piezas. Mi última propuesta consistió en hacer el amor escuchando el aria
de amor y muerte de Tristán e Isolda. «¿Lo has hecho alguna vez de esa manera?», le pregunté.
«Me parece que no —me contestó, encantadoramente dubitativa—. Si escucho
música, no puedo concentrarme.» «¿Concentrarte en qué?», pregunté, confuso. «En
hacer el amor, tonto», me dijo. «¿Te concentras con facilidad?» Dudé un
instante. Debía estar desfasado, como un mapa antiguo. «Creo que nunca me lo he
planteado en esos términos», le dije. «¿Quieres decir que vas muy rápido?»,
siguió. «A mí me gusta más bien lento.» «En fin, verás farfullé—. En realidad,
no me lo planteo en términos automovilísticos. La primera marcha, la segunda,
todo eso.» Sentí que me hundía en un pozo irremediable. «Quiero decir, según el
caso», respiré, aliviado. «De todos modos —dijo ella— no creo que me gustara
hacer el amor escuchando ópera.» «A mí no me resulta imprescindible», dije,
estúpidamente. «Lo que no soporto es el rock», agregué, a la defensiva. «Es estupendo
para bailar. ¿Tú no eres de la época de Elvis Presley?» «Corazón —le dije—, soy
de una época remotísima, antediluviana, digamos, la época del psicoanálisis, el
existencialismo, la radicalidad y de haga el amor, no la guerra. Después vino
el diluvio», especifiqué. Me hundí, semidesnudo, en el sofá. Pensé que en
cualquier momento iba a tener vergüenza de mi torso, de mis ojos azules, de
contraer enfermedades, de ser sensible al polen, la bomba atómica, la
contaminación, las pesadillas, los microbios y de ser muy sensible a algunas
mujeres. Sin embargo, ella se rio. Era así: se reía espléndidamente en
cualquier momento. «Te adoro —me dijo—. Eres un tipo estupendo. Me encantas.»
«Tú a mí también», le dije, con una voz demasiado profunda. No estaba seguro de
que estimara en algo la profundidad. Además, le había propuesto un gato, los sellos
de la Reina Victoria con filigrana de doble corona, un caleidoscopio helicoidal
y dejarla ganar al Trivial Pursuite. Estaba dispuesto a cualquier cosa, en los próximos dos
siglos. «No me gusta que me quiten la ropa», dijo en seguida, aunque hacía rato
que estaba casi desnuda.
«A mí tampoco», comenté, recordando que nos habíamos
desnudado al borde de la cama, uno junto al otro, como dos atletas antes de la
ducha. «¿Dónde está tu mujer?», me preguntó, mientras yo luchaba
indecorosamente con los calcetines. «Fue a visitar a su hijo a cien kilómetros
de aquí», contesté yo. «Es mi profesora de griego», me informó amablemente, mientras
se desprendía el sujetador, Yo hubiera preferido que se quitara el sujetador
más lentamente, que no fuera su alumna en la Universidad, no llevar calcetines,
tocarle los senos con la yema húmeda de los dedos, que el teléfono no sonara.
«Mejor atiendes —dijo—. Puede ser tu mujer». No era mi mujer.
—Alex —dijo una voz turbia, al otro lado del tubo.
—Sí —contesté yo, y le hice una señal para que se quedara
tranquila. Sonrió y empezó a lamerme una rodilla.
—Me he enamorado de ella, Alex —afirmó la voz opaca de un
hombre que no podía dormir—. Es ridículo, ya lo sé, no me lo digas.
—No te he dicho nada —observé, lacónicamente.
—Ya lo sé. A mi edad es completamente estúpido. Estas cosas
no debieran pasar a partir de los cuarenta años. Y tengo cuarenta y seis. No
estoy preparado para esto. Me siento ridículo, fuera de lugar. Me pongo
autocompasivo. No quiero que nadie lo sepa.
—Me lo estás diciendo a mí —apunté, resignadamente. Ahora me
estaba lamiendo el pecho, y me buscaba las cosquillas. Detesto las cosquillas
tanto como la palabra cosquillas.
Hubiera preferido que me acariciara las piernas con su
vulva. En cambio, vulva es sombría como el umbral. Me pregunté si sabría que
tenía vulva, o cómo la llamaría. Soy hipersensible a los nombres.
Pero a ti no me avergüenza decírtelo. Estoy enamorado, Alex.
Tengo unas terribles fantasías...
—Sexuales —completé, casi sin darme cuenta.
—A mi edad. Pensaba que a los cuarenta y seis años uno
estaba libre de esas cosas.
¿Crees que hay pastillas para esto?
—Tranquilízate —dije, en vano. Había descubierto mi lunar en
la última costilla, a mano izquierda, y parecía muy entretenida en averiguar su
índole.
No puedo estar tranquilo, Alex. No como. No duermo. Doy unas
clases aborrecibles. No me renovarán el contrato. ¿Cómo voy a estar hablando de
romanticismo alemán si sólo pienso en
su culo? Ayer dije diez veces la palabra sexo en clase. Y eso a propósito de
aquel verso de Goethe; «como una vieja melodía, algo olvidada».
—¿Cómo sabes que dijiste eso? —pregunté, mientras ella me
exploraba el pubis. Me sentí como un babuino en el laboratorio.
—Me lo dijo ella. Ella misma. Me esperó a la salida de la
clase. Estaba divertida, arrebatadora. Me dijo: «¿Qué te pasa?» Le pregunté:
«¿Por qué?» «Has dicho la palabra sexo diez veces en la clase de hoy.» Y se
había dado cuenta.
—¿Por qué te tutea?
—No lo sé, Alex. Tú no sabes lo que es esto de dar clases de
romanticismo alemán mientras tienes fuego en la entrepierna. Todo el mundo se
tutea. Pregúntale a Marga. ¿Dónde está Marga?
—Se fue a ver a su hijo —respondí.
—No quiero que nadie se entere. Estoy destrozado, Alex.
Coquetea conmigo todo el tiempo. Cuando estamos juntos...
—¿Por qué no te vas de viaje? —lo interrumpí bruscamente.
—No seas estúpido, Alex. No puedo dejar el curso por la
mitad. Tengo que dar de comer a mis hijos. Creo que quiero casarme con ella.
Irme de viaje con ella, casarme, divorciarme, enseñarle Roma, Babilonia,
Pérgamo... Me ha pedido que le enseñe alemán. Y a sacar fotografías. Quiere
tener su propio taller de revelado. Le voy a enseñar todo lo que quiera.
Para eso tengo veinticinco años más que ella. ¿Te das
cuenta? Un cuarto de siglo. Tiene la edad de mi hija mayor.
Me gustaba que me acariciara, pero no conseguía detenerla, y
me estaba babeando junto al tubo del teléfono.
—Preferiría que me lo contaras todo mañana, en un, café.
Ahora, tranquilízate. No tienes nada que decidir. Cálmate y lee algo. ¿Por qué
no te vas a dar una vuelta por ahí?
—No quiero encontrarla.
—No la encontrarás.
—Siempre me la encuentro. No sé si ella me encuentra a mí o
yo a ella. Y cuando me la encuentro, siempre está con otro o con otra. Es así.
Le gusta todo el mundo. Cree que el mundo está lleno de gente encantadora. Su
profesor de alemán, su entrenador de gimnasia, el periodista de arriba, la locutora de la
tercera cadena, los extras y los recogebalones.
—Tranquilízate —repetí. Conseguí sujetarla por la nuca y la
subí a mis rodillas: Se rio tan fuerte que tuve que tapar el tubo con mi mano.
No me gusta mucho la gente que se ríe en estas ocasiones. No me parece
divertido el deseó de empalar a alguien. Lo haga uno o no lo haga.
—Esta historia no te conviene —le dije, con voz glacial.
—Necesito ayuda, Alex.
—Mañana hablaremos —intenté cortar. No era muy cómoda la
posición en que estábamos, y su sexo, mojado, se escurría entre mis muslos.
—No sé qué quiere decir mañana —me respondió la voz.
—Te estás poniendo histérico —le dije.
—Me excita como nadie en el mundo —murmuró, medio borracho.
—Siempre ocurre lo mismo —intenté disuadirlo.
—No me acuerdo de otras veces. Todo es presente. —De acuerdo.
Entonces olvídalo.
—No puedo.
—No te quiere, lo sabes. A esa edad no se quiere a nadie. No
se puede querer. No sería espontáneo. A esa edad ni siquiera se desea. Y tú te
hundirás mientras ella descubre la aparente variedad del mundo. Un día estará
asombrada con la poesía, otro con la navegación espacial, se dejará seducir por
un director de cine, un guionista, un piloto noruego, un filatelista belga y un
rockero berlinés. Quizá por alguna pintora corsa también. Te guardará una
cierta gratitud, es cierto, porque en el fondo los jóvenes tienen buen corazón.
Pero tú no quieres gratitud. Te vaciarás para llenarla, como si fuera un molde.
Eso era lo que yo quería hacer: vaciarme en ella. Pero algo
la molestó, y de pronto se desprendió de mí. Creo que fue un ruido. Era el
ascensor del edificio, y ya se había alejado.
—Con ese ruido no puedo concentrarme —comentó, molesta,
mirando hacia la puerta.
—¿Con quién hablas? —me preguntó, alterada, la voz al otro
lado del tubo. ¿No me dijiste que Marga no está? Oye, no me gustaría que
alguien se enterara de esto... Me dijiste que no había nadie.
—Marga no está, tranquilízate. Fue la portera.
—¿Estás seguro?
—Claro que sí.
Ahora había encendido un cigarrillo y se paseaba desnuda y
mohína por la habitación.
Fuma poco. Se cuida la salud.
—Creo que tienes razón, Alex —reflexionó mi interlocutor.
Estoy loco. Tengo que controlarme. Es que despierta mis fantasías más...
—Antiguas —completé.
—Sí. Creo que en realidad quiero ser su padre.
—Su hermano.
—Sí. Padre y hermano incestuosos.
—Pero ella no quiere.
—No, no quiere. ¿Sabes? Tiene muy poco morbo.
—Piensa en otra cosa.
—Estoy obsesionado.
—Haz footing
o algo así.
—Tengo un soplo al corazón.
—Entonces tómate dos valium.
Empezó a vestirse. Es así: le gusta vestirse y desvestirse
sola. Autónomamente. Trieste.
¿Por qué no Trieste?
—Duérmete y descansa. Mañana...
—Gracias, Alex. Y por favor no le digas nada a Marga...
—No está. Tranquilízate.
—No me gustaría que Marga... Somos colegas...
Colgué suavemente. Sólo se había puesto la blusa y me
gustaba mirarla así, alta, con los senos duros al aire, el cabello corto, la
espalda con la espina dorsal algo sobresaliente.
—¿Qué miras? —me preguntó, volviéndose.
—Tu espalda —dije—. Hay una escultura de Pradier... En el Louvre.
Es Níobe, herida por una flecha. —Me acerqué a ella. Cerré mi mano suavemente
sobre su nuca—. Así... —le dije, y procuré muy lentamente que su cuerpo se
torneara como la figura de Pradier. Se rio.
—¿Iremos a verla? —me dijo, festiva.
—Sí —respondí, con voz demasiado profunda.
—Si me tocas, que sea suavemente —me dijo.
—No pensaba hacerlo de otra manera —mentí.
—Te adoro —declaró, y se abalanzó sobre mí. Caí sobre la
cama. Hundió su lengua dentro de mi boca. Se separó en seguida ¿Con quién
hablabas? —me preguntó.
—Con tu profesor de letras.
Soltó una carcajada.
—Me lo imaginé —dijo—. Es un tipo fenomenal. Sabe muchísimo
de romanticismo alemán. Y de pintura. Además, le gusta el jazz. Lo adoro. Lo
paso muy bien con él.
—Creo que lo has seducido —comenté, ambiguamente.
—¿Sí? ¿Tú crees? —me preguntó, con aparente o real inocencia
Nunca se sabe. Yo no sabía. Él no sabía. ¿Ella, sabía?
Aproveché su instante de vacilación para cambiar de posición
en la cama. Soy un escritor tradicional: escribo con máquina manual y prefiero
hacer el amor, la primera vez, como es debido. Yo arriba y ella abajo. Por lo
menos, la primera vez. Hasta estar seguro. No creo que ella tuviera esa clase
de principios.
—Me parece que tú seduces a todo el mundo —comenté, mientras
le acariciaba los brazos, procurando que los mantuviera altos.
—¿Lo dices por Marga? —me preguntó, mientras me besaba el
lóbulo de la oreja. ¿Qué pasaba en la última media hora, que todo el mundo me
preguntaba por mi mujer? Mi mujer estaba de viaje. Había ido a ver a su hijo.
—¿Qué tiene que ver Marga? —le dije, pasando un dedo húmedo
por la línea esbelta de su cuello.
—Es mi profesora de griego.
—Ya lo sé —dije con resignación.
—Es una mujer formidable —agregó.
—Cierto.
Tú también.
—Cierto.
—Y muy atractiva.
—Cierto.
—Me acosté con ella algunas veces —dijo, y se puso de lado.
En realidad, la adoro.
La ciudad de Luzbel, 1992
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